FOTOGRAFÍAS: Castillo de Muñó, con su ermita, en Villavieja de Muñó (Tomadas el 24 de mayo de 2012).
Nos
habíamos quedado en la Caseta del Tío Julián, la del majuelo olvidado de
Mazuelo. De aquí seguí a Villavieja por tierras verdes del Gran Can de
Muñó. Quería disfrutar del magnífico
panorama ya descrito, sentarme en la butaca para otear los horizontes del
Arlanzón, ver si era verdad que desde allí se podían distinguir los capiteles
de la Catedral, como se afirma en la enciclopedia Madoz, recorrer también el
perímetro del castillo arruinado, conocer de cerca un muñón medieval que
siempre, en la distancia, más me pareció una muela que un castillo.
Ciertamente, no es mucho el espacio existente para fijar un castillo, ni
siquiera roquero, pero la tradición y los documentos avalan el lugar como asentamiento
castellar y no dejan lugar para la duda. Nada queda ya a la vista de sus muros, como nada queda ya del viejo Conjuradero del pueblo; piedra que se veía, piedra que se llevaron, todo es adivinable con la lógica
medieval, sólo algunos fragmentos de tejas y el hundido de la torre del
homenaje, más mil años de antigüedad, más alguna leyenda nacida de la magia del
lugar y forjada en los pueblos de Muñó. Ya no hay sacristán en la ermita
crecida a sus pies, ya no llegan los curas que se reunían por decenas, año tras
año, el último sábado de agosto. Ya sólo quedan conejos, los conejos que han minado
hasta la extenuación el muñón resultante del castillo caído. Sus cuevas parecen
accesos a pasadizos que llevan a cámaras ocultas, y adivino en el interior
cónclaves de cientos de conejos, Capítulos celebrados en huecos húmedos de la
memoria, en salas rezumantes de historias y del moho de los siglos. En sus
asambleas anuales los cuatropatas hablan y no paran de la visita, en una
ocasión sin data, de una mujer, de una chica que se atrevió a entrar en su
reino oscuro, cuando aún se podía, y propagó después, por todo el Can, que
había visto allí una gallina de oro y sus polluelos también de oro. Los conejos
hablan y no paran también de un pasadizo que sólo ellos conocen, de un largo y
abovedado pasaje que comunica con el Arlanzón, con el río. Después, al terminar
sus reuniones, salen de sus madrigueras de la Historia y descansan, se relajan
oteando sus conocidos horizontes.