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Fantasía de Manuel Garrido en su jardín encantado de Villatoro |
FOTOGRAFÍAS: Arte de Manuel Garrido en Villatoro (Tomadas en junio de 1995)
Se reproduce aquí, por motivos que más adelante se justificarán,
el reportaje publicado en Diario de Burgos el 17 de junio de 1995.
Han pasado veinte años
Existe
en Villatoro una finca muy especial que bien podría llamarse El jardín de las
esculturas. Ya el exterior, con una portada y crestería decoradas con
todo tipo de sorprendentes figuras de piedra, es un aviso de lo que puede
aguardar al afortunado que tenga acceso a su interior. Muchas veces, al pasar
delante de ella, llegué a preguntarme quién sería el autor o autores de aquella
obra. Y cómo era posible que semejante maravilla, tan cerca de la capital,
hubiera pasado desapercibida para el común de los burgaleses. Incomprensible.
Durante un tiempo el sueño de una visita se convirtió en una obsesión y un reto
para mí. Hasta que, por fin, el pasado 7 de junio tuve la fortuna de conocer al
hacedor de tanta escultura, de tanta fantasía labrada.
Tras unos momentos de espera y después de haber llamado en el timbre, apareció ante mí un hombre de complexión fuerte, de pelo blanco y camisa arremangada. Nos presentamos, él es Manuel Garrido Villalba, no llegará a los setenta.
Noté en su habla la simpatía y el gracejo andaluz. No me equivocaba, pues
declaró ser granadino.
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Detalle de la portada |
Cuando le expliqué mi curiosidad
por aquel trabajo que se alzaba sobre nuestras cabezas, no culto pero sí algo más
que ingenuista, encontré en él una receptividad absoluta y sincera. Ya dentro del ansiado lugar, se abrió para
mí un mundo y un paisaje de fantasía, con árboles de muchas clases, palmeras,
castaños, cedros, bambúes, tejos, madroños..., y un estanque con peces de
colores...; y entre todo, esculturas por doquier, arriba, abajo, a izquierda y
a derecha, vírgenes, santos, animales exóticos, que en cierta manera recordaban
a las esculturas románicas... Qué era todo aquello, ¿una especie de Bomarzo
burgalés? Dispuesto estaba Manuel a explicarme aquel ensueño, cuando de la
vivienda salió una mujer, su mujer, que se acercó para comunicar a su marido
que debía ir a recoger a los nietos al colegio.
Marchó
Manuel y quedé a solas con Mercedes, granadina también.
¿Cómo
es Manuel?, interrogué. Un hombre hiperactivo, que “no espera a la luna ni espera
al sol para ponerse a trabajar”, me dijo.
“Fíjese cómo es, que allá, en Graná, era el primero que llegaba a
donde estaba el esparto”. Se refería Mercedes a la época en la que Manuel se
dedicaba a la recolección de esa hierba, que, según ella, “se utilizaba para
hacer los capachos que llevaban los burros para la recogida de las
aceitunas”.
Manuel
es un hombre hiperactivo, sí, pero también creador autodidacta y dotado de una
energía especial en cada una de las especialidades en las que destaca. Fue en su
tierra pastor de cabras, recogedor de esparto, viverista (trabajó en un vivero
de su Granada y acariciaron sus manos muchas de las plantas que adornan el
palacio de la Alambra), y constructor de diques en las peligrosas ramblas. Todo
eso en la ciudad del Suspiro el Moro, porque cuando llegó a Burgos en 1956, la
canalización y exteriorización de su “energía positiva” le llevaron a
convertirse en un zahorí de péndulo, después en un “yerbero” (herbolario), y
por último, en un escultor de sueños medievales, románicos o góticos, o salidos
de las selvas de América Central y del Sur, que de todo parece haber un poco en
su imaginativa e inagotable obra. Sin contar su auténtica profesión, que era la
de guarda forestal y especialista en plagas.
De Granada a Burgos
pasando por Asturias
¿Cómo
recaló en Burgos este polifacético granadino? Mercedes me había explicado que
tuvo que salir de su pueblo “en busca de la cagada del lagarto”, expresión
utilizada en Granada “cuando alguien sale a buscar trabajo por ahí”. Pero de
vuelta del colegio, Manuel mismo contó su historia. Un día de mediados los años
cincuenta, quizá cansado de cabras y de hacer diques “para que no se fuera la
tierra con las lluvias fuertes”, cogió una rústica maleta de madera de
emigrante y, esperanzado, se montó en un tren (“sin billete, porque no tenía
dinero para pagarlo”) y emprendió un viaje que habría de llevarle hasta Oviedo.
Y de Oviedo a Mieres: “Allí estuve trabajando en las minas, poco tiempo, porque
siempre estábamos pringaos de agua y aquello no me gustaba nada”. De las minas
se fue Manuel a Avilés, “a meter bloque de cemento en al ría para los cimientos
de Ensidesa”. Pero pronto abandonó Asturias, porque “con la crisis de 1955,
ENSIDESA cerró”, y el ambiente de huelgas y enfrentamientos se hizo
irrespirable para este hombre de campo acostumbrado a los pacíficos jardines
agarenos.
Repoblador de pinos en Burgos
Ya en
tierras burgalesas su trabajo consistió en repoblar de pinos las afueras de la
capital, cerca de la fábrica de sedas: “Recuerdo que el primer día de trabajo
estaba nevasqueando y me dije: ¡me cagüen diez, pero dónde me he metido
yo! Un año y pico estuve en la carretera de Valladolid, plantando pinos y
durmiendo en un gallinero con el resto de la cuadrilla, tirados sobre colchonetas”.
En
1956 comenzaron las repoblaciones y la construcción de senderos en el castillo
e Burgos, momento en el que Manuel pudo demostrar sus amplios conocimientos
como viverista. Por ello, “Cuando me vieron trabajar me enviaron como encargado
de vivero a Villacomparada de Medina, donde estuve siete años. De allí, a las repoblaciones de Agüera de
Montija, donde me nombraron guarda”
Por
fin, en 1966 tomó posesión de castillo de Burgos; allí vivió varios años, en
una casa que estaba junto a los depósitos de agua, y desde allí extendió sus
dominios, sembrando de pinos los montes de Cortes, Villalonquéjar, La Abadeasa,
Villalón y otros.
Un solar en Villatoro
Enterados
los guardeses del castillo de la venta de un solar en Villatoro, decidieron comprarlo para hacer su vivienda
definitiva. Recuerda Manuel que en este solar “no había nada, solo unos árboles
secos y algunas paredes para tirar rodeadas de cardos”. Pero aquel erial poco a
poco fue convirtiéndose en un oasis. En la soledad de los pinos, viviendo en
apartadas casetas forestales, el guarda debió soñar cada noche con jardines
encantados, añorando quizá la Alambra que un día abandonó, y maduró la idea de
construir uno para su morada definitiva y la de su familia. Así llegó 1976, y
con este año su inspiración y la primera escultura. Desde aquel día no ha
cesado de labrar con mimo y arte personal la piedra, la que adquiría de los
derribos. No tiene estudiadas las bellas artes y nunca recibió educación
canteril alguna o que tuviera relación con ese jardín encantado que ha logrado
crear en Villatoro. Un jardín-museo que quizá en un futuro podrán llegar a
disfrutar todos los burgaleses, porque la idea de Manuel es no vender nunca
ninguna de sus esculturas, románico-aztecas, como él mismo las define.
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Con su péndulo, Manuel Garrido localiza corrientes de agua |
Energía positiva, el péndulo mágico
En un
momento del recorrido por su laberinto escultórico, al mencionarle la palabra
energía para definir el trabajo que allí se adivinaba, se detuvo Manuel muy
serio, y en tono solemne dijo: “Bueno, pues mire, le voy a decir una cosa
[respecto a la energía], yo, con un péndulo, la enfermedad de una persona,
cualquier cosa, en la vista, en el oído...., con el péndulo, si usted ha tenido
una operación, con el péndulo yo le digo donde la ha tenido; y si usted quiere,
ahora mismo yo le digo si tiene una
enfermedad....”. No, no, gracias, que uno es muy aprensivo, acerté a decir tras
aquella revelación.
Interrogado
por cómo aprendió el oficio de zahorí de aguas y enfermedades, me dio su
explicación. Al parecer todo ocurrió en una visita que llevó a cabo en 1968 al
monasterio de Bujedo (de Miranda). Allí conoció a un fraile marista que “era
uno de los zahoríes más importantes de España”. Este le regaló un péndulo
después de haberle hecho una serie de pruebas sobre su potencialidad energética;
y es que “para esto hay que tener una energía positiva; si la persona no la
tiene no hay nada que hacer, ni con todos los péndulos del mundo, y yo sí la
tengo”, dijo. A continuación, inquieto y ávido de hacerme una demostración, me
llevó hasta su coche, del que sacó un
péndulo: “Tengo dos, uno para aguas y otro para enfermedades; este es para
buscar agua, pero también para encontrar cosas o personas; por ejemplo: si
usted ha dejado el coche en el centro de la ciudad y se lo roban, yo con el péndulo
y una fotografía del coche, o un objeto del mismo, le digo exactamente la
dirección que ha tomado el coche; el péndulo me va marcando por donde se fue, y
si el coche está dentro de la ciudad, no lo encuentro, pero si está fuera, sí”.
Sabiendo
ya con certeza por donde circulan las corrientes de agua bajo su finca, Manuel apoyó el péndulo sobre su dedo índice, el cual permaneció quieto en los primeros
pasos, pero al llegar al lugar de aguas comenzó a dar vueltas rápidas, y...
¡oh, prodigio!, ”¡Aquí está la corriente!", exclamó ufano.
El zahorí de Villatoro
Educado
uno en el racionalismo y en el supuesto orden de las cosas, y por ello más
proclive a las dudas de Tomás que a la fe ciega, no podía dar crédito a
semejante maravilla. Manuel, que seguramente adivinó mis pensamientos, me
aligeró de incertidumbres, y mostrándome las manos llenas de llagas por el roce
de los péndulos, me advirtió de que es un “zahorí muy conocido en Burgos” y que
su fama se debe a sus aciertos: “Todo el mundo me conoce como El zahorí de
Villatoro, y de muchos sitios me han llamado para hacer pozos; no hace
mucho que saqué agua para el Ayuntamiento de Mozoncillo”. Presume también de
haber descubierto venas de agua en los viveros de Burgos y Palencia, en varias
fábricas del “Polo” y en una finca de Ciudad Real en la que “concursó” con
otros zahoríes y “solo yo encontré el agua”.
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Un arte muy personal |
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Una extraña pareja nos recibe en el portón de la casa |
El taller de los bonsáis
Por senderos llenos de fantásticas
figuras de piedra, el escultor-zahorí me condujo hasta un invernadero cuya
puerta se halla flanqueada por dos guerreros: “Son los guardianes de Herodes”,
dijo. En el interior, un calor sofocante alimentaba a un bosque de árboles
enanos, árboles y arbustos de todos los gustos. Y entre la espesura del
resumido y contrahecho botánico se entremezclaba un sin fin de esculturas de
piedra, algunas con nombre propio: “El
Niño Jesús, la Virgen”, gallinas, patos, tortugas, águilas..., algunas salidas de la imaginación y otras inspiradas en estampas parroquiales; todo un
conjunto “románico-azteca”, confundido entre hayas, robles, pinos, abedules,
romeros, jaras..., sin duda un espectáculo.
El yerbero en su herbolario
Al
salir del invernadero insistió Manuel en sus poderes como descubridor y sanador
de enfermedades, aunque quiso dejar bien claro que sus actuaciones como sanador
se limitaban a él mismo y a su mujer. Ya Mercedes me reconoció que desde que su
marido se había iniciado en el conocimiento de las propiedades de las plantas
ella no había tomado ni una simple aspirina, nada para aliviar la gota que le
aquejaba, solo los preparados de Manuel.
Entramos en el herbolario, una
construcción de piedra repleta de plantas extendidas en el suelo para su
secado. Una farmacopea en ciernes para un hombre renacentista con poderes que
solo algunos privilegiados llegan a tener. Y como guardianas de las plantas, en
un ambiente impregnado de mil olores que hacían uno, numerosas tallas de madera
aquí y allá daban al espacio un aspecto extraño, mágico. Era allí, en aquel
laboratorio de la salud donde Manuel guardaba su baúl de los recuerdos, su
maleta de pino, la que le acompañaba cuando salió de su Granada natal, la que
guardaba fotos sepias de su vida inquieta y el diploma por sus méritos
forestales.
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Manuel señala una escultura que dedicó a Félix Rodríguez de la Fuente |