FOTOGRAFÍAS: Cementerio de La Loma (tomadas en noviembre de 2020)
En ese afán que todos tenemos de
desprendernos de papeles cuando rebasamos cierta edad, motivado sobre todo por
un deseo de no dejar rémoras a los que quedan atrás y más queremos, andaba yo
revisando tantas y tantas carpetas y papeles como he ido acumulando a lo largo
de los años, cuando… (no sé, tengo la sensación de que sobre esto ya he dejado
algo escrito, quizá en este mismo blog, que huele ya a tan añejo como el papel que
durante años duerme en una bodega). Andaba yo, ya digo, en ese trance de qué
papeles guardar y cuáles tirar (esto sí, esto no, este sí, este no), en ese trágico momento en el que, al decidir, tienes la impresión de que se te escapa
algo, o mucho, de tu ser, porque ves que periodos importantes de tu vida pueden
ir a la basura, y tú con ellos. Nombres de personas con historias y de lugares
olvidados, apuntes arqueológicos, escritos a bolígrafo, que un día tanto
significaron y que de repente aparecen ante ti provocando graves problemas de
conciencia. Andaba yo, repito, rebuscando, desenterrando carpetas, cuando ante
mis ojos aparecieron cuatro folios escritos a mano, con letra no muy legible, más
bien lo contrario, claramente se veía que fueron escritos deprisa, seguramente
por la emoción del momento. Y ese momento fue, lo recuerdo ahora, pasada una
veintena de años, en torno a una mesa
camilla y con dos mujeres entrevistadas que me contaban una de las historias
más tristes y conmovedoras que nunca he escuchado.
PARA PROTESTANTES
La Loma es un alto situado al sur de
Mozoncillo de Juarros, muy apartado del pueblo, demasiado, donde se juntan los
límites de este término municipal y el de Salgüero de Juarros. Un lugar sujeto
a los vientos más descarnados y donde el pedregal no admite otra cosa que no
sea el encogimiento y el escalofrío. Allí, en esa desolación, existe un
cercado de piedra, un cuadrilátero hecho con rudimentarios muros que alguien no avisado podría llegar a confundir hoy con un aprisco de
ganado. Se trata de un cercado repartido en dos mitades, una para Mozoncillo y
la otra para Salgüero. A eso se reduce el llamado Cementerio de los
Protestantes, aquel que un lejano día, probablemente de principios del siglo
XX, debió construirse “para gente pobre
que se moría por los pueblos y que nadie los reclamaba“ (sic. Vecina de
Mozoncillo), y probablemente también para suicidados, el mismo cementerio que
después fue aprovechado para enterrar a aquellos que practicaron en estos pueblos dicha rama del
cristianismo en una época y en un lugar poco aptos para salirse del nacional-catolicismo. En su interior, entre los hierbajos, hace 23 años encontré algunos ramos
marchitos que alguien debió dejar un Día de Difuntos (a saber de qué año) como
recuerdo y homenaje a los “dos o tres” allí enterrados. Me produce escalofríos
imaginar a alguien escalando hacia este desolado lugar un día de noviembre,
cuando en los altos juarreños suele frecuentar la nieve y el viento
escuernacabras, para depositar un ramo de flores en el inhumano cementerio. Hoy,
al leer aquellos folios con olor a bodega, he vuelto a emocionarme y a sentir el
silencio y la soledad de los ramos marchitos en el mortuorio cuadrilátero. Su revisión
me ha hecho recordar el triste relato de dos hijas del último protestante de Mozoncillo.
Me lo narraron un ya lejano día de 1997. Me
hablaron de su abuelo, el último enterrado en La Loma, y de la triste manera en que su cuerpo fue
conducido para su eterno descanso en el pedregal, de eso hace ahora 74 años.
Mis apuntes con olor a bodega, transcritos de dicho relato, me recuerdan que
aquel día había nevado, que el difunto fue trasladado en un carro tirado por
una pareja de bueyes y que solo unos pocos familiares acompañaron en el montaraz
y áspero camino (quizá también algún protestante llegado de fuera, alguno de
los que leyeron en Mozoncillo sus biblias). Ningún convecino acompañó:
aquel día los cuartillos de las ventanas del pueblo se cerraron a cal y canto,
los visillos se corrieron hasta donde no se podía más y el cortejo fúnebre pasó
delante de las casas ante el ostracismo general. Las campanas no tocaron a
muerto, alguien lo decidió, pero los que seguían a la carreta fúnebre pasaron “con
la cabeza muy alta por medio del pueblo”.