ODISEA DEL CARBÓN EN
JUARROS
Las
minas de Puras de Villafranca habían ahondado en mí la vena de admiración hacia
la vieja y desaparecida industria extractiva en Burgos. Decidí por ello
continuar con el tema, rastreando a continuación las pistas del hierro, un fascinante mundo de la era
preindustrial burgalesa donde se entremezclan, además de las numerosas
minas ferruginosas abandonadas, ingredientes como el de la accidentada historia del
mítico ferrocarril minero de la compañía inglesa The Sierra Company Limited, o
el de los hierros y ferrerías en torno al río Pedroso, cada uno de ellos una
aventura distinta y apasionante.
Pronto,
sin embargo, pude darme cuenta de que el hierro, siendo un capítulo
interesantísimo para el devenir del desarrollo burgalés, requeriría un análisis
mucho más profundo de lo que aquí se podría. En todo caso, seguía siendo la
figura romántica del obrero subterráneo lo que me llevó al episodio minero que
más huella dejó en la provincia: el del carbón.
Grupo de mineros a la entrada de la mina juarreña de El Trampal. |
Resultaría
muy difícil, por no decir imposible, seguir la pista humana de la mina
Esmeralda, de San Adrián de Juarros, de las de Brieva y de todas las que,
demarcadas en 1841, funcionaban ya en 1846. Como lo sería también rastrear la
huella de los hombres que trabajaron en las dos “minas de carbón piedra” situadas
en el Diccionario de Pascual Madoz en Pineda de la Sierra, o en las de Urrez,
Villasur de Herreros, San Adrián, Monterrubio y Barbadillo de Herreros hacia
1862. La documentación de la época, fundamentalmente memorias y estudios
mineros, habla de una inusitada efervescencia por esos años en dichas zonas, y
en otras de menor desarrollo, como Rupelo, Hortigüela o Salas de los Infantes.
De
aquel tiempo glorioso, dominado por empresas extranjeras, quedaron los nombres
de las minas, no así el de quienes las excavaron. Las Casualidad, Generosa,
Milagrosa, Restaurada, Africana, entre otras, son nombres míticos en la
minería burgalesa que, si pudieran hablar, describirían dramática historias escritas
en una época en la que las condiciones de extracción a buen seguro llegarían a
poner los pelos de punta incluso a los actuales mineros de Guardo, Villablino o
Hunosa, tan curtidos ellos, con minas de mayor seguridad pero igualmente siempre cercanos a la tragedia.
Empresarios y oficios mineros
Desde aquella mitad del siglo XIX no
cesó la vida minera en la llamada Cuenca del Valle del Arlanzón, con periodos
de mayor o menor actividad, pero esa es una historia ya escrita, aunque para su
elaboración no se contara con el componente humano de boina y casco, que, en
definitiva, fue el que la hizo posible.
No
resultó difícil encontrar obreros dispuestos a contar parte de aquella negra
aventura. En la capital burgalesa arrastran su silicosis y su jubilación
precoz, desde finales de los 60, decenas de mineros que trabajaron en la última
fase de la extracción del carbón, aquella en la que lo hacían para Ibercominsa.
Esta empresa nació como resultado de la compra por parte del leonés Pascual
Eguiagaray de las pertenencias de la mítica Ferrocarril y Minas, creada en
1920, en un tiempo en el que brillaba con luz propia el avezado empresario y
técnico minero, Pablo Pradera, suegro de Eguiagaray.
Pude
encontrar en la taberna de Villasur de Herreros a José Ramón López, de 67 años,
chófer e hijo de Simeón López, el que fuera encargado general de las minas de
San Adrián y de las dos centrales eléctricas que hubo en Villasur de Herreros (Nueva
Eléctrica de Villasur y Electra del Arlanzón). Me habló de cuando la compañía
Ferrocarril y Minas tenía las oficinas en el desaparecido Balneario de
Arlanzón, así como de cuando en este lugar los ingleses montaron también una
serrería de madera accionada con una locomóvil, teniendo además otras tres para
v el servicio de las minas. Me habló igualmente de los casi cincuenta mineros
que llegaron a trabajar en las minas de Villasur, entre barrenistas,
maderistas, vagoneros, rampleros, terreristas o camineros, tuberos y
cabestrantes o maquinistas.
Por
José Ramón supe también que el carbón se llevaba a Burgos, Miranda de Ebro y
Logroño, para tejeras y caleros, y que la galleta y la galletilla para
el consumo doméstico se llevaba a Burgos, a Carbones Castellanos, que estaba
detrás del Gobierno Militar, mientras que lo más menudo “se llevaba a la
fábrica de hacer ovoides de La Ventilla”.
Muerte en la mina
Salvadora
Con especial emoción recuerda José Ramón
la tragedia minera ocurrida en la mina Salvadora, de Brieva de Juarros, en
1948. Murieron en ella varios mineros y él mismo estuvo en el equipo de
rescate: “El accidente ocurrió al pinchar desde la galería en la que se estaba
trabajando otra de una explotación antigua que se encontraba inundada. La
primera se inundó también y se ahogaron diez mineros, a los que pudimos
rescatar después de ocho días de sacar agua. Con una bomba alimentada con un
grupo electrógeno que nos dejaron los militares del Dos de Mayo. Salieron tres
hombres con vida, agarrados al cable que subía los baldes con un torno de mano.
Los familiares de los accidentados esperaron al pie de la bocamina todos esos
días. Por eso, y para evitar las lógicas escena de dolor, los sacamos a las doce
de la noche y los llevamos al depósito de cadáveres de Brieva”.
Dejé a José Ramón con sus recuerdos y busqué a continuación,
en el barrio de Gamonal, a Aurelio Simón, un jubilado que fue concesionario de
la cantina de San Adrián en la época dorada de la hulla, los años 50 y 60. Era
esta cantina, entonces, único lugar de lúdico encuentro para la rudeza minera
en este pueblo de Juarros, que contaba con una legendaria ciudad subterránea sin
nombre. Una ciudad cuyas galerías se desploman ahora para cerrar capítulo.
José Santamaría en la entrada a la mina La Salvadora. en Brieva de Juarros |
El baile de los mineros
Aurelio,
el cantinero, trabajó intensivamente atendiendo a los tres turnos. Daba de
beber y comer, fiaba e incluso pagaba un canon al Ayuntamiento por la
organización de un baile con gramola en una de las eras del pueblo. Un baile
que le costó Dios y ayuda organizar, porque desde el primer momento tuvo que
luchar contra la oposición del cura: “Entonces había muchas mozas en el pueblo,
y además venían las de los pueblos de alrededor. El cura advertía a los padres
del peligro que suponían los bailes para estas mozas”.
El
cantinero me puso también sobre la pista de otros veteranos mineros jubilados y
desperdigados por Burgos. Fui a buscarlos y algunos ya habían fallecido.
El polvo de la piedra,
la silicosis y el sanatorio de Oviedo
Fidel Castañón, otro de los héroes de
esta historia, vino a las minas burgalesas de Juarros en 1958. Doce largos y
oscuros años los pasó en unas minas que, según su particular relato, “aunque no
tienen gas, son peores que las asturianas y las de León. El polvo de la piedra
era muy malo, tan malo era que solo cuatro
años barrenando son suficientes para coger silicosis. El barrenista era el que
más fácilmente enfermaba, pero no se libraban ni los rampleros. Muchos
murieron, yo conocí a más de veinte silicosos, y bien jóvenes. Muchos de aquí tuvieron
que pasar por el Sanatorio de Silicosos de Oviedo”.
Fidel tiene ahora 67 años y lleva jubilado por la enfermedad
maldita desde los 43. Recuerda a su padre minero, capitán del bando republicano
durante la Guerra Civil, quien después de salir del penal de Burgos fue en
busca de trabajo a las minas de León, encontrando allí un ambiente hostil. Por
ello, “cuando salieron las contratas de Burgos se vino para las minas de San Adrián.
Entonces había que rellenar una ficha en el cuartel de la Guardia Civil y mi
padre tuvo que estar durante tres años haciendo acto de presencia una vez al
mes en dicho cuartel, que estaba en Arlanzón”.
Pajas de centeno para
la dinamita
Las
famosas minas Pozo Pablo y El Trampal, esta con más de 800 metros de
profundidad, fueron en las que trabajó Fidel varios años asido a una barrena:
“En una repisa de una de sus galerías -recuerda-, encontramos las pajas largas
de centeno con la que, antiguamente, dicen que cuando los carlistas, se hacían
las mechas llenándolas de pólvora”. Este minero confirma así lo que escribió
José Luis Reoyo en el libro Explotaciones mineras de la provincia de Burgos:
“La Juarreña, las más celebrada de las minas burgalesas, fue la primera mina de
España en la que se usó la dinamita”; un hito, histórico, sin duda, que pone de
relieve la importancia del foco carbonífero de Juarros a nivel nacional.
A
estas alturas del relato, habiendo conocido abundantes datos e historias sobre las
minas, se habían apoderado de mí irrefrenables deseos de ver in situ este
fabuloso y excavado mundo. Tras describirme cómo vivían los mineros en San
Adrián (“los que éramos casados teníamos casa propia, otros con derecho a
cocina, y los solteros dormían en la residencia para mineros que había en el
pueblo, o en los pajares”), me puse en contacto con José Santamaría, otro
minero con silicosis con quien tuve ocasión de hacer una expedición a las minas.
Una excursión a las
minas
Fue una tarde de mayo. Desde Burgos se
veía por la sierra el cielo negro, barruntando el aguacero. Aun así, partimos.
Antes de llegar a Brieva, por un camino pizarroso nos internamos en la espesura
del robledal. Pronto aparecieron uno y mil caminos entrecruzándose, un
laberinto de vías de acceso a las minas por los que sería fácil perderse. Dejamos
el coche junto a una cata inundada y seguimos caminando en busca de Salvadora, la
traicionera mina que guarda en su memoria los ecos de espanto de los diez ahogados.
José nos condujo con paso decidido, conoce bien el dédalo minero de este
fantástico paraje, no en balde pasó diez años de su vida bajo sus entrañas, no
en vano en ellas contrajo la silicosis que le llevó a una anticipada jubilación.
Por fin, llegamos a Salvadora, cuya boca se nos apareció siniestra, inundada y poblada
por una nube de mosquitos. “Ya decía don Pascual Eguiagaray que no quería minas
con nombre de mujer” escupió el minero hacia la impracticable mina.
A continuación, ascendimos por un vallejo lleno de escombreras grises y negras. Al poco apareció ante nosotros una en la que se abría, descubierto, un profundo e inundado pozo, pensamos que con evidente peligro para andarines despistados y animales. Junto a él pudimos ver la chimenea de ventilación, por donde circulaba “el aire acondicionado” al fondo de la mina, y a su alrededor restos de almacenes, salas de compresores, etc.
Restos de lo que pudo ser el economato de los mineros |
A las doce crujían los entibados
En
el corazón del bosque, engullidos por la calma chicha y humedad reinante, y
bajo el síndrome de lo que fue y ya no es, José tuvo un recuerdo para las maderas
de los entibados que, con siniestros quejidos, “se resquebrajaban siempre al
mediodía y a las doce de la noche. Era en esos momentos, cuando se las oías
crujir, y lo pasabas verdaderamente mal”.
Al
coronar el monte, ya en el término de San Adrián y después de haber dejado
otros profundos pozos al descubierto, así como algunas casas de mineros
arruinadas, llegamos a El Trampal, la mina donde transcurrió la vida hipogea de
José. ÉL mismo colaboró en la construcción de los seis pisos que tenía. Pero la
boca ya se hundió, y quién sabe los sentimientos que embargaban a nuestro guía
en aquel reencuentro, al ver desaparecida la puerta de lo que en vida fue su entierro.
Reivindicaciones
laborales. La Guardia Civil vigilaba las minas
Habló
José con cierta nostalgia (incluso los trabajos más duros pueden provocarla si
estás vivo) de los lavaderos y cintas transportadora, del economato y de las
oficinas que estaban un poco más arriba; de los compañeros de fatigas, entre
los que abundaban asturianos y andaluces, y de cómo después de haberse cerrado
las minas acudió de nuevo a ellas, en solitario y en numerosas ocasiones, a
sacar carbón para el consumo de su hogar. Luego nos dirigimos a la galería de
acceso del mítico y profundísimo pozo de San Ignacio, aquel en el que “se
ahogaron un fraile y un sacristán hará unos treinta años”. Vértigo y miedo da
asomarse en su boca y comprobar su inacabable profundidad. Al pie de ella José
Santamaría recordó el cierre de las minas juarreñas entre 1970 y 1971; su opinión
era que “en cierto grado fueron culpables los sindicatos, que empezaron a
moverse por aquí sobre el 68 [1968] y los capataces estaban hasta el gorro de
tantos problemas”. Probablemente fuera así, pero antes de que los sindicatos
llegaran a las minas los mineros ya reivindicaban mejoras en sus condiciones de
trabajo y salarios. Cuando esto ocurría, según José, “la Guardia Civil, por
denuncias de los capataces, obligaba a los cabecillas a entrar en la mina y se
quedaban en la boca vigilando”.
Asegura
también José que “Los primeros trabajadores en Burgos en cobrar el paro fueron
los mineros, concretamente los empleados en las minas del empresario Juan
González, de Villasur de Herreros, a quien apodaban Pachucho. Después fueron
los de San Adrián”. Datos todos que, sin duda, son de gran interés para la
historia de la lucha y reivindicaciones obreras en Burgos.
Cargadero de carbón junto al Pozo San Ignacio en San Adrián de Juarros |