viernes, 17 de julio de 2009

EL ABUELO DE POZA DE LA SAL


Diario 16 Burgos, 21 febrero 1993


"Le dijeron al pregonero: vete en busca del sereno y le dices que cuando termine de cantar las horas que se pase por la farmacia"


Tras la figura menuda y firme de Bruno Saiz López se esconden los 94 años que se empeñaron en correr más que el espíritu de este bravo pozano. Nadie lo sospecharía, por su aspecto y carácter jovial, pero su fecha de nacimiento, en el ocaso del siglo XIX, se empeña en hacer de este hombre el abuelo de los habitantes de la villa salinera.

[...] Toda su vida laboral la ejerció Bruno como agricultor, aunque paralelamente o por temporadas, buscó el pluriempleo en actividades tan diversas como curiosas. Fue uno de los esforzados que tendieron la vía del Santander-Mediterráneo, y por ello uno de los miles de frustrados que ocasionó el cierre de dicha línea férrea: “La desaparición de este tren ha perjudicado mucho a Poza, mucho...”, se duele Bruno. Fue también guarda de consumos, oficio del cual parece sentir cierto orgullo: “Cobraba tasas a todo aquel que entraba en Poza para vender sus mercancías, bien fuera vino de la Rioja, leña, etc., todo pagaba, y casi siempre con perras gordas”. Sin embargo, y en contra de su voluntad, pues hubiera preferido seguir de guarda de consumos, en 1924 el Ayuntamiento le presionó para que ejerciera de sereno; ¡casi nada, sereno de Poza, el pueblo que fue célebre por sus ¡aguaaa vaaa!

¡Las 12 y nublado!

Con su visera y su lanza, únicos atributos de autoridad de los serenos de Poza, vigiló las noches de sus convecinos rondando por el laberinto de tortuosas callejuelas del salinero pueblo: “Éramos dos serenos, teniendo por ello el pueblo dividido en dos zonas. En las noches de nevadas, lluvias o grandes fríos solíamos refugiarnos en una cuadra que nos prestaba el herrador, o bien junto a la caldera del gas del alumbrado público, con cuyo fogonero teníamos animadas tertulias. Había que cantar todas las horas, medio año hasta las 5 y el otro medio hasta las 3, ¡las nueve y nublado!, o ¡las doce y lloviendo!, según estuviera el tiempo. A veces nos dormíamos, y por ello, a la mañana siguiente, el alcalde nos reprendía porque los vecinos se habían quejado de que no habíamos cantado las horas”.

El sereno de Poza lo mismo valía para un roto que para un descosido. Por un sueldo de 5 reales (1, 25 pesetas), era responsable de la paz de la noche, de llevar recados de portal a portal, de vecino a vecino, de vecino a médico, de limpiar los lavaderos de la fuente nueva, y de tantas otras cosas: “En el pueblo, en aquel entonces, a los pobres de solemnidad, cuando se encontraban en extrema gravedad, o ya fallecidos, para que recibieran asistencia religiosa había que bajarlos hasta el soportal de La Tambilla, porque el cura se negaba a subir a sus casas. En más de una ocasión me tocó bajar el ataúd a hombros con los familiares del muerto”. A este respecto, Bruno no transigió aquella noche en que se puso a prueba su dignidad, que considera sagrada: “Estaba reunida la aristocracia del pueblo (se refiere al cura, maestro, boticario y alcalde), jugando la partida en la farmacia y mandaron llamarme por mediación del pregonero, a quien dijeron: vete en busca del sereno y le dices que cuando termine de cantar las horas que se pase por la farmacia. Cuando llegué a la tertulia me dicen que tengo que subir a mudar a una enferma. Y yo les contesté: ¡soy un sereno público y no un enfermero!

Serenos para una autopsia

A semejantes escenas nocturnas, de un Poza ya olvidado, viene a sumarse otra historia, tal vez para no dormir, que Bruno toma como una macabra broma: “En cierta ocasión tuve que hacer la autopsia de un pastor que, por un lío de mujeres, había sido asesinado por un vecino de Poza. Aquel día subió el pregonero a buscarme y me dijo que me reclamaban en el cementerio. Cuando llegamos allí los dos serenos, se nos dio la orden de que teníamos que coser la cabeza del muerto que el practicante había serrado ya. Así lo hicimos pero no pudimos continuar cosiendo el resto del cuerpo abierto porque la guja, que era muy gorda, se nos dobló; y es que ¡hay que ver cómo tenemos la piel de la cabeza de dura! Al llegar a casa después de la autopsia, la mujer tuvo que lavarme hasta la boina, y de la impresión no pude comer en más de una semana”.

Hubiera seguido Bruno contando chascarrillos reales de su municipal vida, a través de los cuales afloran formas de vida que él, como un manuscrito medieval o un “disket” de ordenador, conserva en su extraordinaria memoria, pero su inseparable esposa, Victoria Alonso, de 88 años y con la que comparte su vida desde hace 70, apremia: “Es la hora de comer, son las 3”.
“Vale más lo que yo ofrezco que lo que los otros dan”, dice con sorna el abuelo de Poza al invitarnos a comer y como despedida.

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