miércoles, 1 de agosto de 2012

MEMORIAS TURCAS. (Continuación)

FOTOGRAFÍAS: Capadocia (Mayo 2010).

MOMENTO EN IHLARA

De Göreme a Ihlara, por Anatolia Central. Por una casi desierta carretera, camino del Valle de Ihlara. En realidad, a juzgar por lo que nosotros pudimos ver, no se trata propiamente de un valle, sino de un cañón, una hoz, o desfiladero, de esos que horadan los ríos. Aquí, en Burgos, lo solemos llamar así. Aunque claro, bien puede ser que por alguna parte que no llegamos a conocer el desfiladero adquiere forma de valle. Y aunque bien puede tratarse también de una grieta producida por algún sismo. Lo dejo para geólogos y vulcanólogos.   


Ihlara.
Ihlara es una población asentada a ambos lados del río que lleva su  nombre. Por cierto, precioso nombre el de Ihlara, que suena a mujer agarena envuelta en suaves gasas, aunque no encuentro documentación que avale tal hipótesis. Nos asomamos al borde del cantil volcánico, lleno de guijarros oscuros de lava, y pudimos ver el pueblo, cuya imagen podría semejar un poco a nuestro Orbaneja del Castillo, pero con mezquitas. Seguimos. Atravesamos por el centro de la población, sin detenernos, con ese remordimiento que nos produce no disponer de más tiempo para el contacto con el paisanaje. Remontamos una cuesta y llegamos a un gran páramo de lava fósil. A poca distancia encontramos un mirador sobre el valle, pero no es esta nuestra meta. El desfiladero del Ihlara tiene 16 kilómetros de largo y es más lejos  allí donde vamos. Las guías que manejamos nos hablan de una zona que es epicentro turístico en el lugar de Belisirna. Allá vamos. Al poco encontramos una bajada al río, pero antes nos detenemos en la cuesta y admiramos el gran espectáculo: los grandes paredones rotos y agujereados del Ihlara Valley, y el pueblo de Belisirna recostado en la ladera del sol. ¡Dios, y nosotros sin conocerlo hasta entonces! Llegados a la orilla del río nos percatamos de que, en efecto, estamos en el ojo del volcán turístico.    

 Belisirna.


Lo primero que llama nuestra atención es un montón de palacitos restaurantes en medio del río. Y como no podía ser de otra manera, un ejército de camareros, al grito de ¡carne nueva!, nos invitan a pasar a comer a los restaurante fluviales. Nosotros pasamos delante de ellos, haciéndonos los orejas y como el que oye llover. La verdad es que me incomodan sobremanera estas invitaciones, y me hacen pasar malos tragos, lo mismo aquí que en España, que en Bélgica o en Sebastopol. Considero estos lugares tan preparados para las afluencias turísticas como una plaga, pues distorsionan los lugares en gran manera, convirtiendo siempre la belleza en un cutre zoco y haciendo que pierdan el interés primigenio. Aun así, todavía uno puede abstraerse en Belisirna si abandona la zona de chiringuitos y palacitos y se adentra en el pueblo. Y no es porque nos guste en especial lo roto, la ruina (que también tiene su encanto), no, es porque lo poco de auténtico que va quedando en los lugares es lo que de verdad te enseña cómo fueron y cómo son los autóctonos y sus pueblos, que a fin de cuentas es lo que andamos buscando los viajeros curiosos. En fin, señor escribiente, que te lanzas en tus proclamas. Al grano.



Y el grano es que pasamos de palacitos, cruzamos el río y nos adentramos en el caserío, bastante antiguo por cierto, con arquitectura tradicional muy parecida a la que hasta entonces habíamos visto, en Goreme, en Cavusin y otros lugares capadocios, casas muy humildes, cuadradas y con algunos adornos en la fachada principal (¿de influencia otomana, bizantina, frigia, selyúcida, romana, mongol..?) muy sugerentes. Llaman nuestra atención también los toldos de plástico verdiazules que cubren los tejados, solución práctica pero que distorsiona el paisaje urbano tradicional. Tras subir una calle en cuesta, encontramos un camino que nos lleva a un extremo de la población, a un balcón que mira al Ihlara junto a un sector del cantil donde se halla una formidable kilise excavada en la roca, otra muestra más de la arquitectura rupestre que nos tiene hipnotizados (tiene su nombre en una placa a la entrada, pero no lo recuerdo). Ya la fachada, decorada con el típico arco de herradura, es apoteósica, como para quitarse la gorra, ¡cuánta belleza! Su interior es amplio, quizá la kilise más espaciosa que hemos visto hasta el momento. Está decorada con maravillosas pinturas, seguramente bizantinas, pero muy deterioradas; se nota que dentro se hicieron hogueras, que algún bárbaro moderno quiso borrar o que algún redomado iconoclasta hizo de las suyas.



  


La amplitud de la cueva-iglesia permitió que en época más moderna su interior fuera aprovechado para instalar un gran molino, así como también un lagar y un horno con bóveda excavada. Los tres elementos, junto a la arquitectura y traza rupestre, convierten este santo lugar en un museo etno-arqueológico extraordinario. Seguro que hay buenas publicaciones sobre él...  ¡Qué inflación de arte, qué enormidad de historia en Turquía!




                

      Tras la visita a este santuario hacemos una incursión por el pueblo. Pasamos junto al minarete y llegamos a lo que parece el punto central (por no llamarlo plaza mayor); allí entablamos conversación con un turco ambulante de los de camioneta, habla francés. El hombre, que vivió en Bélgica, es simpatiquísimo y quiere saber de nosotros, y nosotros de él. Sobre la escena, en una pequeña terraza natural, un anciano con gorro-casquete, apoyado en la cachava de los recuerdos, escucha las voces y mira al vacío de su memoria, hacia el cataclismo de bloques desprendidos, de los cantiles rotos; quizá él mismo sintió el temblor de alguno al caer. Los minutos vividos allí, en Belisirna, en la Turquía profunda, son, a pesar de su sencillez, de gran  intensidad y perdurarán en el tiempo y en nuestro recuerdo, no sólo a través de las fotografías.

      De regreso, pasamos de nuevo por los palacitos para obedientes turistas en medio del río. Nada, como el que oye llover. Vamos a ver el otro lado del desfiladero  donde hay anunciadas varias kilises cerca del pueblo. Subimos a una de ellas, la más cercana a la carretera, se llama Direkli kilise. Se encuentra en una zona arruinada del cantil, rodeada de bloques desprendidos, seguramente como consecuencia de algún terremoto. Arcos de la misma iglesia, abatidos y dados la vuelta, podemos ver junto a la entrada. Todo ello pertenece a lo que alguno ha dado en llamar “arte de los acantilados (¡qué expresión tan afortunada!). El lugar parece peligroso, el equilibrio puede romperse por el aleteo de una mosca. Por favor, ni respiréis. En realidad, el desastre es monumental y es monumento. Que digo yo, que viene Dios y Alá con sus terremotos y ni siquiera lo que se construyó con tanto mimo y arte para Ellos se respeta. Aun así, la iglesia conserva la mayor parte de su estructura. Es muy espaciosa, con varias naves separadas por robustas y excavadas columnas, y con grandes arcos en las bóvedas; no faltan los consabidos arcos de herradura, y contiene además interesantes pinturas policromadas, representando santos que no nos atrevemos a identificar, aunque unos de un ábside nos parecen apóstoles.






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