Desde la carretera vimos la gran chimenea |
Se nos permitió acercarnos a las ruinas |
Restos de lo que pudo ser la sala de máquinas. Sorprenden los arcos conopiales. |
bajo el palmeral platicamos con el actual dueño de la vieja henequenera |
Noria para extraer agua del cenote |
Pudieron ser almacenes para el henequén, pero también viviendas para los obreros. |
FOTOGRAFÍAS: Henequenera cerca de Izamal (Tomadas en mayo de 2016)
Lo que son
las cosas, dos días antes de mi viaje a México aún estaba por los páramos de La
Rad fotografiando chozos de pastor y hablando con la persona que los construyó.
Y de repente, apenas cruzado el océano, me encontraba manejando (conduciendo)
por las carreteras de Yucatán. Bueno, ¡quién me lo iba a decir! Y es que el
mundo se ha hecho hoy tan pequeño... De Yucatán había leído algunas cosas,
entre ellas las cartas de relación de Hernán Cortés, donde se describen los
primeros encuentros de los conquistadores españoles con los mayas y sus
sorprendentes ciudades, las que hoy tanto nos maravillan. Aunque de todo lo
leído, lo que más huella me había dejado era el libro de John K. Turner “México
bárbaro”, donde el periodista y escritor norteamericano, que fue conocido
como “el periodista de México”, da
cuenta de la explotación en régimen de esclavitud de los indígenas (yaquis
traídos de Sonora y yucatecos), llevada a cabo por los terratenientes en las
grandes haciendas, entre ellas las henequeneras.
Nada de lo
anterior nos había llevado a la cárstica planicie yucateca, creo que más bien
fueron Chichén Itza y los lugares turísticos de Cancún y Tulum. Pero a decir
verdad, para mí fue mucho más interesante nuestro periplo por tierra adentro de
la península que las inacabables playas plagadas de establecimientos hoteleros,
donde apenas si quedan accesos libres a la arena. Hago abstracción entonces del
mar caliente y del infinito respeto que me merece la ciudad maya (de la que
sería incapaz de escribir una sola línea coherente), y relato algunas de las cosas que
vimos en el interior, aún más caliente. Partiendo de Cancún, nuestra primera
meta fue Valladolid (sin Pisuerga), una de las ciudades coloniales y mágicas de
la península en la cual hicimos dos noches. Pero no voy a describir nada de
ella, pues buscando en Internet cualquiera puede encontrar pelos y señales.
LA CONQUISTA ESPIRITUAL DE YUCATÁN,
LLEVADA A CABO POR DOMINICOS Y FRANCISCANOS PRINCIPALMENTE,
DEJÓ BELLOS TESTIMONIOS ARQUITECTÓNICOS. HE AQUÍ TRES MUESTRAS
Convento franciscano de San Bernardino de Siena en Valladolid |
Convento franciscano de San Antonio de Padua, en Izamal, a pleno sol y nocturno con luna llena |
Iglesia colonial de Santo Domingo en la localidad de Uayma |
De
Valladolid, tras la visita a Chichén Itza, nos dirigimos a Izamal, la ciudad
amarilla, por el color de sus casas, donde pernoctamos también dos noches. Y
aquí, queridos amigos de este Cajón de Sastre, es donde quería yo llegar, pues
en esta ruta fuimos a dar con las ruinas de una hacienda henequenera. Una gran
chimenea que se alzaba en la llanada y próxima a la carretera, más algunas construcciones
aledañas en penoso estado, nos alertaron de que podía tratarse de una de
aquellas haciendas que denunció John K. Turner. Sentí una gran emoción ante la
posibilidad de hallarme en un lugar protagonista de episodios que en su día
tanto me conmovieron con su lectura. Era evidente, por otro lado, que lo que allí veíamos era
un testimonio de arqueología industrial, uno más de los muchos que he tenido
ocasión de conocer (ya sabéis mi debilidad por esta temática), pero esta vez
tan lejos de nuestra tierra burgalesa. Armados de valor, decidimos que había
que salir del carro, abandonar el ambiente fresco de su interior y enfrentarnos
a tumba abierta con el sol abrasador. La curiosidad pudo más que la comodidad,
de modo que nos encasquetamos los sombreros y tras recorrer un recto camino de
apenas cien metros llegamos al edificio principal de la hacienda, que parecía
recientemente remozado. Un hombre que trabajaba en no sé qué cosa, interrumpió
su labor y nos salió al paso. Le explicamos
los motivos de la visita y nos condujo a otra persona que se hallaba tendida en
una hamaca, que al parecer era el jefe, el amo de todo aquello. Esta persona
podía muy bien habernos despedido con vientos destemplados, entre otras cosas
por haberle interrumpido en su descanso hamaquero, pero no lo hizo, al
contrario, fue todo cordialidad, y nos sorprendió con sus deseos de contar, de
enseñar y de darnos facilidad para hacer las fotos que quisiéramos. Se notaba
que más que un jefe era un viejo profesor. Nos habló de su voluntad en
recuperar la vieja hacienda, no para obtener fibra del agave, como en su
origen, sino como lugar de recreo respetando al máximo la imagen y los restos
que encontró. Loable intención, sin duda, en línea con lo que yo mismo vengo
defendiendo para tantos yacimientos de arqueología industrial en Burgos. Bajo
el palmeral, el profesor nos fue indicando, a veces mostrando, los pocos
elementos que aún quedaban: la noria mecánica en el cenote para la extracción
de agua, restos de la sala de máquinas, almacenes de la fibra, la gran chimenea
del horno donde se quemaban los deshechos... Las haciendas henequeneras fueron
muchas en Yucatán, quizá cientos en tiempos de mayor bonanza de lo que se llamó
“oro verde”, en ellas se enriquecieron algunos, con ellas crecieron ciudades,
como Mérida. Algunas se han recuperado lujosamente como establecimientos
hoteleros y para actos sociales, constituyendo ahora un reclamo para el
turismo, otras esperan la acción de otro profesor soñador, y otras muchas se
han perdido para siempre. Pero del henequén y de las haciendas henequeneras
podríamos estar hablando mucho, mucho tiempo, el tema es apasionante, solo
quería compartir con vosotros, queridos amigos de este Cajón de Sastre, la
coincidencia de mis lecturas con lo que en Yucatán vimos y vivimos.
Pacas de fibra apiladas en la bodega de la hacienda de Sanlatah. (Fotografía obtenida en exposición sobre las henequeneras en Izamal) |
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