FOTOGRAFÍAS: Estatua de Juan de Salazar en Medina de Pomar (noviembre, 2010). Casa típica de Areguá. Llanada de palmeras cerca de Yaguarón. Yaguarón desde el Cerro de Santo Tomás. Iglesia franciscana con campanario en el exterior. Confesionario barroco en la iglesia franciscana de Yaguarón (Tomadas en 2002).
Hace poquitos días, en una visita a Medina de Pomar, me topé con un monumento que nunca antes había visto. Me refiero a la estatua que la villa medinense tiene dedicada a Juan de Salazar y Espinosa, fundador de Asunción, capital de Paraguay. Tuve una sensación extraña, diría que desagradable, pues habiendo sido tantas las veces que había estado en la plaza donde se ubica, era la primera vez que me fijaba en ella. ¿Despiste? ¿Falta de atención? ¿Olvido? De todo puede ser. Fuera como fuere, el caso es que el conquistador "nacido en Espinosa de los Monteros" me hizo recordar, de mi periplo americano en 2002, jornadas inolvidables en el país de los guaraníes.
Los amigos y seguidores de este Cajón de Sastre os habréis dado cuenta de mi empeño en los últimos tiempos de seguir la pista de los indianos burgaleses. Sé que ésta es una tarea difícil, quizá imposible para mí. Sé también que Juan de Salazar no fue indiano, aunque con indios se topara y tratara, por eso parece un poco extemporáneo traerle a este capítulo ultramarino, y por ello me disculpo. Sin embargo, el acercamiento me permite, apenas sin venir a cuento, algunas noticias de un país americano al que aprendí a querer y llevo siempre en el corazón. No sé si el conquistador burgalés escribió memoria de sus aventuras en Paraguay, yo hice las mías. Permitidme, que os cuente una pequeñísima parte:
DE ÚLTIMA HORA:
Un amigo de este Cajón de Sastre me envía un comentario muy interesante advirtiéndome de que Juan de Salazar no nació en Medina de Pomar, ni siquiera en Pomar, sino que lo hizo en Espinosa de los Monteros. Por lo tanto, y a pesar de que la estatua esté en Medina, corrijo la entrada: donde digo Medina de Pomar debe decir Espinosa de los Monteros. Espero que no haya algún amigo de Medina que venga ahora a barrer para su pueblo. Pero si lo hay y lo demuestra con suficientes datos, pues aquí paz y después gloria, volvería cambiar la entrada. Al César lo que es del César. ¡Qué bien!
De “MEMORIAS DE AMÉRICA”
(agosto de 2002)
Letreros en la ruta
Una de las cosas que llamaron mi atención en los numeroso viajes por el interior de Paraguay fueron los letreros preventivos e institucionales en las principales carreteras (rutas, se dice allá); unos alertando sobre el exceso de velocidad, otros sobre lo pernicioso de conducir bajo los efectos del alcohol. Aquí van algunas perlas que, sin lugar a dudas, podríamos importar para nuestras carreteras, autovías y autopistas:
“SI ESTÁS LLEGANDO TARDE,
LLAMA A PAPA Y A MAMÁ PARA AVISAR”
O este otro:
“AQUELLA CURVA LA TOMASTE A 120
Y ESTA LA HAS TOMADO A 140”
Y otro más:
“NO BEBAS SI MANEJAS.
AÚN NO TENEMOS COBERTURA CON EL CIELO”
Y sin más preámbulos, he aquí algunos recuerdos:
Junto al lago azul de Ypacarai
“... Al caer la noche, de regreso hacia el centro de Areguá, saboreando aún la magia de los minutos vividos en el lago Ypacarai, comenzamos a escuchar unos tenebrosos sonidos, parecidos a los rugidos de un motor y salidos del interior de la selva. “Pueden ser sapos”, dije yo sin mucha convicción, pues desconocía qué tipo de animales pueblan la noche en aquellas latitudes, además de que aquello me parecía muy superior al canto de un sapo. Y por un momento me vinieron a la memoria los conquistadores españoles, nacidos y criados en el secano, cuando exploraban este húmedo y selvático territorio, y el posible terror que pudieron experimentar al enfrentase con las voces de la jungla. Al poco, vimos un camino que se internaba en el bosque y que llegaba hasta la luz encendida de una pequeña casa o hacienda. Nos dirigimos hasta ella por ver si alguien nos podía informar de los mencionados rugidos, y uno de nosotros, en este pequeño trayecto, vio moverse algo en el suelo que le hizo dar un respingo. Lo observamos de cerca y vimos que se trataba, en efecto, de un enorme sapo saltando torpemente; a continuación vimos otro, y otro y otro... Definitivamente, aquellos monstruosos sapos, que debían existir en cantidades millonarias, eran el origen del concierto nocturno. Llegamos hasta la casa de la luz encendida en la jungla al mismo tiempo que, de su interior, salía una mujer presta para tirar el agua de una palangana; se daba continuos manotazos en la cara y en las piernas, como nosotros, intentando aplastar los mosquitos que a todos nos devoraban. Ella, muy afable, nos informó de la procedencia de los ruidos: eran, en efecto, ranas, y no sapos, los que gruñían. Y aunque yo no me quedé muy convencido por la explicación, había que respetar la terminología del país. Quizás allá, a los sapos los llaman ranas. En todo caso, según nos informó la paraguaya, el continuo y siniestro croar de aquellas monstruosidades, en aquella noche de bochorno y mosquitos, anunciaba que en poco tiempo iba a llover...”.
En Yaguarón
"... Hacia las once de la mañana llegamos a Yaguarón, una localidad situada en un llano, con largas calles rojas como sangre, escoltadas de verde, que se pierden en horizontes lejanos. Algunas de estas calles están empedradas, aunque la mayoría de ellas son de tierra batida, y las casas, como es habitual en todo el país, son bajas y rodeadas por frondosa vegetación.
Con el sol del mediodía iniciamos el ascenso al Cerro de Santo Tomás, en cuyo lugar, al pie de un cantil, se encuentra la ermita que le da nombre. La subida la hicimos por un pedregoso camino de suave pendiente, y a medida que ascendíamos por él fuimos encontrando cruces blancas de cemento, pertenecientes sin duda a un Calvario que debía culminar en la ermita. El santuario, con escaso valor artístico y pintado completamente de blanco, es un precioso mirador desde el que pudimos contemplar una gran planicie sembrada de palmeras, genuino paisaje paraguayo. Al fondo, muy difuminados, creo que hacia el este, pudimos divisar también algunas montañas cónicas y aisladas que, en nuestra calenturienta imaginación, se nos antojaban volcanes apagados. Para nosotros este paisaje era cuando menos exótico; abajo, el caserío apenas se dejaba ver por los árboles; algunas columnas de humo mañaneras, emergiendo entre la fronda, se perdían en su verticalidad y se recortaban en el palmeral; probablemente eran fuegos de barbacoas del sábado, ¿o tal vez correspondían a sencillas cocinas de leña? Costumbres...”.
Iglesia de madera de los franciscanos. La campana de oro
“... Tras la visita al citado museo comimos en un copetín situado frente a la iglesia de los franciscanos, que más tarde habríamos de visitar como guinda del pastel de este luminoso día. A las 14 horas, por fin se abrieron los varios portones de la iglesia y pudimos acceder a uno de los más brillantes testigos de la misión colonizadora y evangelizadora de los frailes franciscanos en Paraguay, competidores de los jesuitas en ese empeño de “misionar” a los indios, que estaban tan tranquilos y felices ellos. Con la ayuda del guarda y sacristán del templo fuimos conociendo algunos detalles del mismo. Decorado y pintado maravillosamente, y construido enteramente con madera (lapacho -tayic-, cedro y ¿.....?) por los indiesitos guaraníes, por los mismos indiesitos que se encuentran representados en la bóveda del presbiterio, nos llamó mucho la atención que durante la Guerra de la Triple Alianza todo el oro que recubría su altar de siete calles fue robado por los contendientes. El sacristán nos contó también que durante este saqueo, una campana, también de oro y que estaba en la sacristía, fue igualmente robada, y que otra que estaba fuera, en el pórtico del templo, gente del pueblo la arrojó al río para que se salvara de los expoliadores. Cuentan que, desde entonces y durante mucho tiempo, en los días de lluvia se la oyó sonar lastimeramente, y que la gente salía a buscarla. Pero nadie pudo encontrarla, y hoy la leyenda continúa.
Siguiendo con las tradiciones, hemos de recordar aquella que tiene como protagonistas los bancos de la iglesia. Al parecer, todos ellos son, según el docto sacristán, donaciones hechas por personas que han sido beneficiadas por algún que otro milagrito de San Buenaventura, obispo, doctor y patrono de la iglesia. Así, los bancos grabados con los nombres de los donantes sanados vendrían a tener el mismo significado que algunos de los exvotos de nuestros más famosos santuarios.
También nos gustaron mucho el púlpito sostenido por Sansón, presidido por el Espíritu Santo e igualmente labrado en dura madera, y los dos confesionarios gemelos, preciosas obras barrocas, policromadas, con suficientes méritos para ser declarados patrimonio de la humanidad, al igual que todo el conjunto de la iglesia. Dos retablos laterales, también de madera y que llegaban hasta el techo, fueron llevados al templo de La Trinidad, de Asunción, por orden del Mariscal López, cuando éste era presidente de Paraguay.
Resulta, por lo demás, curioso y sorprendente cómo han saltado a la fama mundial las obras de los jesuitas de las misiones en América, y sin embargo, las de los franciscanos permanecen desconocidas o ignoradas por el gran público. El buen sacristán de la iglesia de madera nos informó de que el embajador español había visitado en más de una ocasión esta iglesia, que debía ser un enamorado de ella y que había prometido ayuda de España para un proyecto nuevo de instalación eléctrica. ¿En qué habrá quedado la promesa?...”.