MOMENTO EN EL VALLE ROSA
A mis compañeras de viaje
FOTOGRAFÍAS: Valle Rosa, entre Göreme y Cavusín, Capadocia (Mayo, 2010).
Quisiera que lo que sigue lograra trasmitir los sentimientos que cada uno de
nosotros experimentamos en la travesía del llamado Valle Rosa, entre el Museo
de Göreme y Cavusín. ¿Recordáis? Sé que no me equivoco al decir que los míos fueron igual a los vuestros; nos conocemos muy bien y
sabemos lo que pasa por nuestras cabezas en cada momento, en cada lugar y en
cada situación. Creo, igualmente, que no me equivocaré al decir que estos
mismos sentimientos se repitieron en otros lugares mágicos que tuvimos la
fortuna de visitar. Momentos y lugares que ya veremos si me sentiré con
fuerzas, capacidad y ganas para describirlos, con permiso de la memoria, pues
los días pasan y de ella va desapareciendo la frescura de lo vivido. Se puede
pensar: no es posible, este momento tan intenso nunca se podrá olvidar. Sin
embargo, la memoria es traidora y despiadada, es esa cosa que, a medida que el
tiempo pasa, se convierte en pelusa de chopo burgalés, tan difícil de atrapar, tan
escurridiza. Ahora,
casi un mes después, todavía recuerdo cómo aquel luminoso y caluroso día,
quinto de nuestro viaje, salimos de Göreme a primeras horas de la mañana.
Atravesamos el pueblo lleno de establecimientos hoteleros, y con un sol de
justicia llegamos al circo del Museo. Dejamos atrás el hormiguero de turistas,
los autobuses recién vaciados, el negocio de las visitas, y comenzamos a
subir un pequeño portillo que se nos hizo duro por el sofocante calor.
Poco
antes de coronar el alto, en un lado de la carretera, creímos adivinar un
almacén undregraund de limones. ¿Serían limones? Sí, más tarde lo
supimos. Un poco más allá se anunciaba un camping, y un cartel a la derecha nos indicaba una kilisse cercana: Aynali, se llama. Se encuentra fuera del circuito de Museo,
al otro lado, arriba del circo, aislada, solitaria, descontextualizada, en un
pequeño vallejo con huertos y arbolado, excavada en un paredón de roca
volcánica (como todas).
Desde
la distancia vemos un frente decorado con arcos de herradura rebajados en la
roca, semiocultos por ramas de los árboles frutales. Hay un coche debajo de la
kilise, hay vida allí. Subimos un talud y, ¡Oh cielos!, otra aparición, otra
iglesia rupestre más, otra maravilla más. Para entonces ya habíamos visto unas
cuantas, pero cada una es distinta, con su historia y secretos sin resolver; en
cierta manera, nos sentíamos exploradores; viajar solos aureolaba cada rincón
que visitábamos en este indescriptible paraje de Capadocia, paisaje lleno de historia
y sorpresas que ya nos ha absorbido para siempre.
A
la entrada de la iglesia subterránea, un guía nos ofrece un par de linternas y
nos acompaña por todos los recovecos del cenobio, digo bien, cenobio, porque
aquello, más que un simple habitáculo de eremita solitario, debió ser un
monasterio troglodita en toda regla en el que pudieron hacer penitencia más de
una docena de monjes de la oscuridad. Agujeros por doquier, hornacinas aquí y
allá, pasajes angostos y secretos que llevaban a espaciosas salas, una
parecía el refectorio, otras tenían salida al exterior; vimos también una
piedra circular que, en momentos de peligro, o simplemente al anochecer, servía
como cerramiento para protegerse de alimañas de dos y cuatro patas. ¿Y aquellas
excavaciones en el suelo con forma de sartenes o palmatorias, que tanto
llamaban mí la atención y que tantas
veces vimos en otros eremitorios excavados? Eran los fogones u hogares para
hacer la lumbre y la comida, nos explicó con dificultad el anfitrión de la cueva,
lo mismo que nos dijo también un experto otro día.
Desde
una terraza con frutales, mirador hacia las formaciones rocosas que le dan
nombre, nos asomamos a la hondura y vemos una senda que desciende hacia ella.
Sin duda es el Valle Rosa que buscamos. En
el fondo, entre grandes paredones, hay pequeños huertos y frutales donde
solitarios huertanos trabajan la tierra denudada de los volcanes: nos llama la
atención la indumentaria musulmana femenina, de gran colorido. Una mujer, con espinazo doblado y azuela recta, cava en la
mineralizada y blanca tierra. Más mujeres inclinadas en los huertos vimos
después, en otros lugares, que pareciera que la mujer es en el campo
turco-capadocio lo que el hombre en el agro español, dominador del espacio. Un
pequeño arroyo, o mejor, un hilillo de agua, nos acompaña a lo largo de nuestra
marcha por el desfiladero, también el canto de los ruiseñores y otros pájaros que pueblan la arboleda de los fondos, entre enormes paredones agujereados con escodas y otras herramientas. Bien mirado, este idílico valle podía haberse llamado también
el Valle de los Palomares.
Cierto es que cuando pasamos por este increíble
lugar no sabíamos a ciencia cierta qué eran y para qué servían o sirvieron
tantísimos agujeros, a tan increíble altura: ¿eran o fueron viviendas
trogloditas? ¿eremitorios? ¿palomares? ¿cómo se accedía a su interior?
Imaginábamos un impresionante dédalo ascendente en la vaciada roca, pisos y más
pisos, galerías superpuestas, escaleras por doquier. ¿Por qué la mayoría de los
agujeros colgados tenían pinturas a la entrada, ¿los pintaron los eremitas?
¿eran símbolos de los antiguos cristianos? Por qué, por qué, por qué... Las
preguntas nos acompañaron en todo el recorrido del valle rosado, antes de que
supiéramos que los laberintos subterráneos excavados eran o fueron palomares.
Todo ello, los enigmas y misterios particulares que no somos capaces de
resolver por nosotros mismos, es lo que da carácter al viaje y a lo
desconocido, lo que te hace vivir los momentos con mayor intensidad.
Algunos
túneles cortos, no sé si excavados artificialmente o producto de la erosión
natural del arroyuelo, nos sirve para refrescarnos con su sombra. Salan
malecún, saludamos defectuosamente a un anciano huertano, aleikun salam,
contesta sin más; estos hortelanos de los fondos no se sorprenden de vernos,
debe estar acostumbrada al paso de ocasionales turistas como nosotros.
Avanzamos, y a menudo nos detenemos, bien para disfrutar con el coro de los
ruiseñores, bien para admirar los
ventanales pintados que se abren en las alturas de la roca ¡Si pudiéramos
acceder a las tripas de la roca vacía!
Hacia
la mitad del desfiladero, ¡gran sorpresa!: ¡un chiringuituk acoplado a
la pared rocosa!, en un espacioso y sombreado abrigo; tiene un mostrador
rústico de tablas y un montón de cojines y otros mullidos para la gente cansada
que quiere ponerse cómodo a la sombra mientras toma su té (costumbre turca,
debe ser). Al frente del rústico establecimiento se encuentra un joven silencioso que, ejerciendo de eremita hostelero, lee y ve pasar el tiempo en soledad, en esta época del
año en la que los viajeros andarines escasean. No es que haga mucho calor, pero
lo suficiente para descansar a la sombra y tomar un refresco; el sitio tiene
algo de irreal, de mágico y que nos llena de sensaciones extrañas; es posible
que hoy no pase nadie por este exótico puesto, mitad cueva, mitad superficie,
y que el camarero pase todo el día en este paraje de palomares colgados sin
vender ni un solo refresco, excepto los nuestros.
Pronto
el valle se abre y aparecen los típicos conos, testigos rocosos capadocios,
aquí y allá, algunos vaciados para cobijar interesantísimas iglesias de
ermitaños. ¿Dónde seguir? ¿A la izquierda, que va a Goreme?, ¿hacia el centro,
que no sabemos dónde conduce? Es todavía temprano, hay tiempo para continuar
explorando. Tomamos un camino a la derecha, entre roca blanca almidonada,
erosionada casi hasta límite de polvo; aparecen nuevos colores en las rocas,
variedades de azufre y otras lindezas minerales que solo pudieron salir de las
entrañas endemoniadas de los volcanes. Blanco, amarillo, rosa, verde... colores
que animan la desolación producida por cataclismos tectónicos no tan lejanos,
terremotos que arruinaron decenas de iglesias rupestres en toda Capadocia,
iglesias oscuras construidas con el mimo de la paciencia, golpe a golpe sobre
la piedra. Y así, llegado a un punto de este camino encajonado, vemos sobre
nuestras cabezas los restos de una de estas iglesias. Parece importante, pero
olvidada, no está señalada y pudiera ser que nadie le haga el aprecio que se
merece. Subimos para apreciarla y valorarla. Es hora de comer, el azul del
cielo se ha tornado espeso, grisáceo entre cinc y plomo, quizá pronto llueva.
Un higo, dos galletas y agua, poco
agua, es toda nuestra comida. Por casualidad, comeremos tan frugalmente como
debieron hacerlo los eremitas que habitaron el santuario en el que nos
encontrábamos. El sitio es..., es... cómo lo diría yo.... es..., no sé...,
es... bueno, lo dejamos simplemente en fantástico y vemos las imágenes
capturadas.
Bloques en equilibrio aquí y allá, restos de
iglesias rotas, arcos caídos e invertidos, escondidos... Abajo, en el fondo,
por donde discurre el camino verde, hay algún viñedo salteado, arriba, el monte
desbaratado pero lleno de color y de formas. Nos llegan algunas voces apagadas
de gente perdida, de algún turista solitario como nosotros, pensamos. Las voces
desaparecen, vuelve el silencio absoluto, vemos ascender a alguien por un
camino entre bloques, seguimos sus pasos, seguro que nos lleva hasta la kilisse
que anuncia el letrero ¿cómo se llama? Lo he olvidado, pero no es importante el
nombre.
Al
llegar arriba, siguiendo los pasos del hombre que trepaba y cuando ya creíamos
agotada nuestra capacidad de sorpresa, estúpidas interjecciones de asombro
salen de nuestro más profundo y sincero interior. Aparece la kilisse delante de
nuestros ojos: un paredón rojo labrado con maravillosos arcos nos deja
anonadados, es imposible tanta belleza, jamás sentí tanta admiración por algo
construido. Siento que voy a desfallecer por tantas emociones juntas. Nuestro
estado catatónico se disipa en cuanto vemos al hombre guía que nos ha precedido
y que, a la entrada de un hipogeo puesto de venta, aguarda la ocasión para
enseñar a algún despistado las excelencias de “su” iglesia. Nos recibe con gran
simpatía, habla algo de inglés, y mal que bien, nos entendemos. Visitamos el
templo troglodita, que contiene extraordinarias pinturas merecedoras de figurar
en los mejores museos del mundo; su pantocrátor es auténtica representación de
lo Divino.
Luego de la visita, nos dirigimos a la cantina-tienda excavada.
Allí, acompañados por otro hombre turco, que ha aparecido de entre los bloques
del arte, entablamos una tertulia muy animada y fluida en inglés.
Sentados en el confortable interior del establecimiento eremítico, en oportunos
cojines para no sentir el fríos de la roca, tomamos zumo de naranja y libamos
té, tal que turcos consumados. El momento es de los que se guardan para siempre
en el lugar de la memoria. Y así, el guía va disipando algunas de las dudas que
nos viene persiguiendo en nuestro periplo capadocio. Una de las que más
ansiábamos desentrañar era la de los palomares, y sobre todo: ¿por qué los
agujeros estaban rodeados de pinturas? Pues sencillamente, o complicadamente:
porque las palomas acertaban a entrar en su palomar viendo los dibujos pintados
(¿serán capaces las palomas de distinguir distintas pinturas y distintos
colores?). El simpático turco nos explicó también que la cueva donde nos encontrábamos
fue un palomar de su padre, o de su abuelo, que ya no recuerdo bien, y que él
mismo les acompañó en las operaciones; que el guano de las palomas era
aprovechado como abono para las huertas, y que éste se recogía una vez era
arrojado al exterior desde los ventanucos abiertos en la rocas, lo que explica
el por qué de tantísimas perforaciones. Por eso, el viajero despistado tendrá
que ir con sumo cuidado de no confundir las cuevas palomares con las que son
propias de los eremitorios e iglesias rupestres. Pronto llegaremos a Cavusín.