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Grupo de Tamayos delante de la casa de UNPORTA
(No, no es la "Casa inclinada de Pisa",
es la poca pericia del fotógrafo) |
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Fue presentado a los asistentes a la reunión el libro "Tamayo. Recuerdos de una familia", obra de Luis Jiménez Tuset y Martín |
FOTOGRAFÍAS: Tamayo (Tomadas el 28 de septiembre de 2018)
El pasado 29 visité Tamayo, una
vez más, y van.... Y es que no sé que tiene este pueblo del silencio que tanto
enamora. Digo que no sé, pero sí que lo sé. Es el magnetismo de sus grandiosas
ruinas, de su noble arquitectura del siglo XVIII, de sus empinadas y empedradas
calles donde se hunden ojos oscuros,
bodegones del chacolí que fueron; es su moral gigante junto a la iglesia
gótica, vacía y abierta a todos los vientos, a los apacibles y a los bárbaros.
Es también que siempre, en cada visita, uno descubre algún detalle nuevo que le
llama la atención. Sin ir muy lejos, en marzo pasado consignábamos en esta
bitácora un dintel recortado sobre las nubes lleno de símbolos que nunca antes
habíamos visto. Con las palabras que empleamos entonces llenamos las de hoy, no
puede ser de otra forma, pues los sentimientos son inalterables en estas
memorables ruinas.
Hoy, queridos amigos de este
Cajón de Sastre, tengo que decir que en mi visita del sábado encontré que el
silencio no era tan profundo como en otras ocasiones, algo noté en el ambiente
a mi llegada que no se parecía al de otras veces, era como si de repente
rumores de fiesta sonaran de nuevo en Tamayo. Palabras, voces salidas de entre
los muros desnudos, bajo los murallones de la iglesia, me llegaron en alegre
brisa. ¿A qué se debía el rumor? ¿Cuál era la causa del silencio roto? Pues no
era otra cosa que mi visita había coincidido con la reunión anual que la
asociación Unporta (Unidos Por Tamayo), gente que tiene en común este apellido,
tiene por costumbre hacer cada año desde hace ya bastantes en las ruinas. Me
uní al grupo, en el que, entre otras procedencias que no recuerdo, había
Tamayos de Sevilla, de San Sebastián, de Huesca, de Guadalajara, Pasajes, y así
supe que dicha asociación ha adquirido una casa para rehabilitarla y para que sirva como punto de reunión de los Tamayo de cualquier procedencia. Y para mi
sorpresa, dicha casa es la que luce el dintel del que antes hablé, sí, esa
que tiene labrado un vítor y una fecha, 1782 (Un vítor, ¡qué apropiado para la ocasión!). Ojalá la restauración se lleve a
cabo y que sea lo más respetuosa posible. De momento sabemos que Tamayo sigue
siendo un pueblo del silencio, pero no del olvido.