FOTOGRAFÍAS: Capadocia (Mayo 2010).
MOMENTO EN IHLARA
De
Göreme a Ihlara, por Anatolia Central. Por una casi desierta
carretera, camino del Valle de Ihlara. En realidad, a juzgar por lo
que nosotros pudimos ver, no se trata propiamente de un valle, sino de un
cañón, una hoz, o desfiladero, de esos que horadan los ríos. Aquí, en Burgos,
lo solemos llamar así. Aunque claro, bien puede ser que por alguna parte que no
llegamos a conocer el desfiladero adquiere forma de valle. Y aunque bien puede
tratarse también de una grieta producida por algún sismo. Lo dejo para geólogos
y vulcanólogos.
Ihlara
es una población asentada a ambos lados del río que lleva su nombre. Por cierto, precioso nombre el de
Ihlara, que suena a mujer agarena envuelta en suaves gasas, aunque no encuentro
documentación que avale tal hipótesis. Nos asomamos al borde del cantil
volcánico, lleno de guijarros oscuros de lava, y pudimos ver el pueblo, cuya
imagen podría semejar un poco a nuestro Orbaneja del Castillo, pero con
mezquitas. Seguimos. Atravesamos por el centro de la población, sin detenernos,
con ese remordimiento que nos produce no disponer de más tiempo para el
contacto con el paisanaje. Remontamos una cuesta y llegamos a un gran páramo de
lava fósil. A poca distancia encontramos un mirador sobre el valle, pero no es
esta nuestra meta. El desfiladero del Ihlara tiene 16 kilómetros de largo y es
más lejos allí donde vamos. Las guías
que manejamos nos hablan de una zona que es epicentro turístico en el lugar de
Belisirna. Allá vamos. Al poco encontramos una bajada al río, pero antes nos
detenemos en la cuesta y admiramos el gran espectáculo: los grandes paredones
rotos y agujereados del Ihlara Valley, y el pueblo de Belisirna
recostado en la ladera del sol. ¡Dios, y nosotros sin conocerlo hasta entonces!
Llegados a la orilla del río nos percatamos de que, en efecto, estamos en el
ojo del volcán turístico.
Ihlara. |
Belisirna. |
Lo primero que llama nuestra atención es un montón de palacitos restaurantes en medio del río. Y como no podía ser de otra manera, un ejército de camareros, al grito de ¡carne nueva!, nos invitan a pasar a comer a los restaurante fluviales. Nosotros pasamos delante de ellos, haciéndonos los orejas y como el que oye llover. La verdad es que me incomodan sobremanera estas invitaciones, y me hacen pasar malos tragos, lo mismo aquí que en España, que en Bélgica o en Sebastopol. Considero estos lugares tan preparados para las afluencias turísticas como una plaga, pues distorsionan los lugares en gran manera, convirtiendo siempre la belleza en un cutre zoco y haciendo que pierdan el interés primigenio. Aun así, todavía uno puede abstraerse en Belisirna si abandona la zona de chiringuitos y palacitos y se adentra en el pueblo. Y no es porque nos guste en especial lo roto, la ruina (que también tiene su encanto), no, es porque lo poco de auténtico que va quedando en los lugares es lo que de verdad te enseña cómo fueron y cómo son los autóctonos y sus pueblos, que a fin de cuentas es lo que andamos buscando los viajeros curiosos. En fin, señor escribiente, que te lanzas en tus proclamas. Al grano.
Y
el grano es que pasamos de palacitos, cruzamos el río y nos adentramos en el
caserío, bastante antiguo por cierto, con arquitectura tradicional muy parecida
a la que hasta entonces habíamos visto, en Goreme, en Cavusin y otros lugares
capadocios, casas muy humildes, cuadradas y con algunos adornos en la fachada
principal (¿de influencia otomana, bizantina, frigia, selyúcida, romana,
mongol..?) muy sugerentes. Llaman nuestra atención también los toldos de
plástico verdiazules que cubren los tejados, solución práctica pero que
distorsiona el paisaje urbano tradicional. Tras subir una calle en cuesta,
encontramos un camino que nos lleva a un extremo de la población, a un balcón
que mira al Ihlara junto a un sector del cantil donde se halla una formidable
kilise excavada en la roca, otra muestra más de la arquitectura rupestre que
nos tiene hipnotizados (tiene su nombre en una placa a la entrada, pero no lo
recuerdo). Ya la fachada, decorada con el típico arco de herradura, es
apoteósica, como para quitarse la gorra, ¡cuánta belleza! Su interior es
amplio, quizá la kilise más espaciosa que hemos visto hasta el momento. Está
decorada con maravillosas pinturas, seguramente bizantinas, pero muy deterioradas;
se nota que dentro se hicieron hogueras, que algún bárbaro moderno quiso borrar
o que algún redomado iconoclasta hizo de las suyas.
La amplitud de la cueva-iglesia permitió que
en época más moderna su interior fuera aprovechado para instalar un gran
molino, así como también un lagar y un horno con bóveda excavada. Los tres
elementos, junto a la arquitectura y traza rupestre, convierten este santo
lugar en un museo etno-arqueológico extraordinario. Seguro que hay buenas
publicaciones sobre él... ¡Qué
inflación de arte, qué enormidad de historia en Turquía!
Tras la visita a este santuario hacemos una
incursión por el pueblo. Pasamos junto al minarete y llegamos a lo que parece
el punto central (por no llamarlo plaza mayor); allí entablamos conversación
con un turco ambulante de los de camioneta, habla francés. El hombre, que vivió
en Bélgica, es simpatiquísimo y quiere saber de nosotros, y nosotros de él.
Sobre la escena, en una pequeña terraza natural, un anciano con gorro-casquete,
apoyado en la cachava de los recuerdos, escucha las voces y mira al vacío de su
memoria, hacia el cataclismo de bloques desprendidos, de los cantiles rotos;
quizá él mismo sintió el temblor de alguno al caer. Los minutos vividos allí,
en Belisirna, en la Turquía profunda, son, a pesar de su sencillez, de
gran intensidad y perdurarán en el
tiempo y en nuestro recuerdo, no sólo a través de las fotografías.
De
regreso, pasamos de nuevo por los palacitos para obedientes turistas en medio
del río. Nada, como el que oye llover. Vamos a ver el otro lado del
desfiladero donde hay anunciadas varias
kilises cerca del pueblo. Subimos a una de ellas, la más cercana a la
carretera, se llama Direkli kilise. Se encuentra en una zona arruinada del cantil,
rodeada de bloques desprendidos, seguramente como consecuencia de algún
terremoto. Arcos de la misma iglesia, abatidos y dados la vuelta, podemos ver
junto a la entrada. Todo ello pertenece a lo que alguno ha dado en llamar “arte
de los acantilados (¡qué expresión tan afortunada!). El lugar parece peligroso,
el equilibrio puede romperse por el aleteo de una mosca. Por favor, ni
respiréis. En realidad, el desastre es monumental y es monumento. Que digo yo,
que viene Dios y Alá con sus terremotos y ni siquiera lo que se construyó con
tanto mimo y arte para Ellos se respeta. Aun así, la iglesia conserva la mayor
parte de su estructura. Es muy espaciosa, con varias naves separadas por
robustas y excavadas columnas, y con grandes arcos en las bóvedas; no faltan
los consabidos arcos de herradura, y contiene además interesantes pinturas
policromadas, representando santos que no nos atrevemos a identificar, aunque
unos de un ábside nos parecen apóstoles.
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