Elías Rubio Marcos y su "CAJÓN DE SASTRE"

Recopilación de artículos publicados y otros de nueva creación. Blog iniciado en 2009.

martes, 28 de agosto de 2012

RIOSECO, LA PERLA DE LAS MERINDADES, SE RECUPERA








FOTOGRAFÍAS: Ruinas del convento de Rioseco, del valle de Manzanedo, antes y después.  (Tomadas en 2009 y 2012)

Cuando ya nadie dábamos un duro por la recuperación de las ruinas del convento de Rioseco, del valle de Manzanedo, he aquí que el milagro se está produciendo. Pero no porque alguna institución provincial, regional o nacional se haya interesado por su salvación, sino por la intervención de voluntarios que, durante los dos últimos años, han aportado su trabajo con el único interés de salvar un rico patrimonio histórico y artístico que se perdía. Soy de la opinión de que cada uno debemos asumir las responsabilidades que nos corresponden, pero cuando esto no sucede por parte de las instituciones, resulta ejemplar que haya personas que, de manera altruista y con enorme esfuerzo, se empeñan en tareas de servicio a la generalidad. Lo que está sucediendo en las ruinas de Rioseco puede valer para poner de manifiesto lo que se puede lograr cuando se aúnan voluntades para conseguir fines tan loables sin dejarse abatir por la dejadez de los gobernantes. Pero todavía es tiempo de la colaboración, queda mucho por recomponer en Rioseco y es prioritario salvar esta joya de las Merindades. Hoy, me complace incluir aquí, en la sección de “los mejores”, a todos los voluntarios que han aportado su trabajo para salvar la historia y el arte del monasterio cisterciense. 

Os dejo aquí, queridos amigos y seguidores de este Cajón de Sastre, algunas imágenes para que comparéis el antes y el después de la intervención del voluntariado. 

lunes, 20 de agosto de 2012

PARA CIELOS ENFURECIDOS, EL ARTE DEL CONJURO


FOTOGRAFÍA: Peñahorada, verano 2008.


El arte de los cielos enfurecidos y el arte de las palabras mágicas, terrible combate entre dos artes-fuerza. 

CONJURO

Tente nublo,
tente tú,
que Dios puede más que tú.
Si eres agua, ven acá,
si  eres piedra, vete allá,
vete allá.


CONJURADERO

Me preparo para lo inevitable, Aire, tú ahora descansas, te adormeces en una extraña calma y no mueves ni una hoja del arce donde te ocultas. Yo, en cambio,  trabajo, tapizo de grises y negros mi nube, me multiplico y avanzo, formo temible nublo y cargo mi vejiga. Pero ya no podré aguantar mucho más, creo que lo que empezó siendo minúsculo y suave como rocío sanjuanero se está transformando en piedra. Estoy pesada, pronto tendré que soltar. Esos de ahí abajo quieren hacerme daño, unos encendiendo la vela a Santa Bárbara y poniendo hachas de punta y otros arrojándome guijarros bendecidos. Ilusos, a ninguno de ellos temo, porque uno a uno su poder es cobarde; más me preocupan la campana y el conjurador, al que por cierto ya veo preparándose para sus exorcismos; no falta mucho para que suba al balcón conjuradero con su asperges y su libro mágico. Lucirá su gorro de cuatro picos y reunirá a todo el pueblo en el atrio de la iglesia... temo por la fuerza de la masa. Me dirá cosas horribles en latín que no sé si podré esquivar. Pero me defenderé, y mi fuerza hará que su sombrero levite, le haré sudar. Para ti también tendrá algún regalo envenenado, Aire, para tus cuatro direcciones, cuídate mucho, que ya atruenan las campanas del tentenublo.  Aquí va mi réplica. 

De  Ecos de la lluvia y el aire.

sábado, 11 de agosto de 2012

MEMORIAS TURCAS

MOMENTOS, RECUERDOS, SENSACIONES

 (A mis compañeras de viaje)

MOMENTO PRIMERO

Carrera en Estambul

Aeropuerto de Atatürk. Media noche en Estambul, noche cerrada. Los  aeropuertos de las ciudades grandes son parecidos, todos tienen un pasillo transportador que llevan a una salida de cristal donde se agolpan los taxis, en el caso turco, amarillo-anaranjados. El taxista, el primero que nos sale al paso, tiene cara de bonachón, y bigote, como casi todos los turcos que veremos,  (alguien nos dijo a orillas del Mármara que lo llevan para gustar a las mujeres ?). Le enseñamos un papel con la dirección escrita a la que nos tiene que llevar. ¿Üsküdar? ¿Kuzguncuk? Titubea y asiente extrañado. ¿Cuánto?: 50 liras. Ok. Arrancamos y el buen hombre, que por su aspecto nos parece que debería estar ya jubilado, arranca como una exhalación. Rueda a una velocidad que nos parece endiablada, casi suicida; que sea lo que Alá-Dios quiera, será nuestro destino. En la marcha vemos desfilar millones de luces, una altas, otras más bajas, en altos, en hondonadas, algunas brillan en la negrura del agua, imaginamos que del Mármara, o del Bósforo, aún no estamos situados. 

Cruzamos el puente y nos encontramos en Asia.

De pronto, aparece un gran puente coronado por luces diminutas y azules. Lo atravesamos y nos encontramos en Asia. ¡Asia!, qué nombre tan especial y bello, parece salido de un harén de azulejos y arabescos perfumados. Ayer estábamos en Madrid, comiendo en el Paseo de las Acacias, hoy llegamos a Üsküdar, tan desconocido: ¡qué diría Marco Polo! Es muy tarde, la vida parece apagada en este ¿distrito-barrio? turco-asiático, a miles de kilómetros del salón de nuestra casa, junto al Bósforo. El taxista se detiene, lee de nuevo la dirección, está extrañado de que alguien busque hotel en Kuzguncuk, un barrio de Üsküdar y un lugar de Estambul al que quizá nadie hasta ese día le había pedido que le llevara. Aquí debe ser... pero no está seguro... detiene el coche, mira el mapa callejero, duda, pregunta a otros taxistas que hacen guardia nocturna: “es esta calle de al lado”, señala uno. La calle es más bien estrecha, con algún coche subido en las aceras, con casas tirando a bajas, algunas de tipo otomano, con mucha madera en las fachadas; a estas horas de silencio y luz ambarina parece misteriosa. Con nuestras voces, los gatos durmientes, en su refugio de la noche debajo de los coches, erizan las orejas, y algunos perros ladran no muy lejanos. Comprobamos el número: es aquí, sí, esta es la casa. El taxista, cada vez más perplejo. Llamamos al timbre con las maletas a nuestros pies, en la calle. ¿Qué hacemos nosotros, aventurera pero sencilla familia burgalesa, a tan avanzada hora de la noche en este lugar tan remoto que Alá bien guarde? Tardan un poco en contestar, alguien ha abierto una ventana de la casa y ha dicho alguna palabra en español. A pesar de haber cobrado su carrera, el buen taxista sigue todavía ahí, se siente protector y piensa que aún estamos a tiempo, que debemos habernos equivocado, que eso no parecía  un hotel multiestrellado hacia los que normalmente se dirige en sus carreras para turistas, quizá... “¿The hause is friend?”, chapurrea. Yes, yes, Thank you, reímos agradecidos. Ensoñaciones. De noche todos los gatos son pardos.


Navegando por el Bósforo, bajo el gran puente.

MOMENTO SEGUNDO

Desayuno en Kuzguncuk

      Esta noche, entre sueños, he creído oír voces que llegaban de la calle; al mismo tiempo, he sentido ladridos de perros alborotados que parecían salidos de todo Estambul y se agregaban para formar coro y concierto. En la niebla del duermevela he creído, creo que con muy buen criterio para ser un sueño, que era el muecín en su turno quien provocaba la algarabía canina, y no me equivocaba, mi compañera me ha visto sonreír en mi sueño y me lo cuenta al despertar. Desde la ventana de la habitación he visto, ya bien amanecido, la calle que anoche nos pareció tan extraña. Nada anormal, la luz radiante que la ilumina le da un cariz totalmente amable. Al final estrecho de la calle, por una banda vertical azul turquesa, he visto desplazarse desde mi ventana, muy lentamente, una gran mole. ¡Pero qué...! Me he restregado los ojos: ah, es un buque gigante navegando por el Bósforo. Hay deseos en el equipo de salir cuanto antes a la calle, nos colocamos los ojos de escudriñar hasta el más mínimo detalle y salimos más contentos que unas castañuelas serranas de la sierra. Estambul nos espera, con todos los ingredientes de una ciudad histórica como ninguna y una geografía privilegiada también como pocas. Procede desayunar. En una calle paralela a la nuestra vemos en las aceras, a las puertas de pequeños establecimientos, algunos turcos sentados, con su bigotes y sus característicos gorritos, charlan al tiempo que toman su té en vasitos de cristal acampanados. Hay también en las aceras, junto a pequeños comercios de delicias turcas, algunas mesas pequeñas, con bancos muy bajitos para los parsimoniosos tomadores de té. No es un mal sitio para hacerlo nosotros, estamos en un barrio genuinamente turco-estambulino, y además en continente asiático, y decidimos que allí nos quedamos, que desayunar en Asia no se hace todos los días, menos si eres burgalés. La mañana es sumamente apacible, azul y nítida, con unos 20 grados, y el ambiente es de barrio-barrio, acogedor, exótico para nuestros ojos castellanos. 

Ya vemos el Bósforo, y los grandes barcos de recreo navegando de orilla a orilla, arriba y abajo y sin tregua,  pronto veremos un paisaje repleto de mezquitas. Pero esa podría ser otra historia, nuestro destino  y sueño es Capadocia. 



lunes, 6 de agosto de 2012

MEMORIAS TURCAS (Continuación)

MOMENTO EN CAVUSIN

FOTOGRAFÍAS: Cavusín (Tomadas en mayo de 2010).

Habíamos dejado el Valle Rosa, cabalgábamos sobre lomos de un elefante volcánico cuando comenzó a llover. Apretamos el paso, allí mismo, raramente, no había nada para cobijarse: había que bajar al valle de nuevo, seguir y seguir, Göreme quedaba lejano, aún no era muy tarde y nos guarecimos en una oquedad eremítica. ¡Qué calma y que sosiego irradiaba el lugar! Los conos de piedra, titanes guardianes de otro planeta, estaban otra vez delante de nosotros, nuestra sed de aventura seguía intacta y continuamos por un camino hacia el norte (¿norte?) creyendo que acabaríamos en Cavusín. Apenas habíamos recorrido mil metros y apareció este pueblo de los sueños, un lugar cuya imagen de otro mundo tardaremos siglos en olvidar.



A la entrada de Cavusín lo primero que vemos es su cementerio, musulmán, por supuesto. Cientos de lápidas desparramadas, grabadas con esos preciosistas lazos que más que letras parecen demostraciones artísticas del mejor modernismo; unas de pie, otras tumbadas, todas las tumbas holgadas en un campo verde en ladera. Más adelante, surge del pueblo un altivo minarete; de frente, una gran peña, agujereada hasta el infinito, nos recibe como una aparición. ¿Es acaso proa del barco del holandés errante hecha piedra? ¡Fantasmagoría!, ¡vade retro, calavera terrible, ojos de cuencas vacías! Imbuidos de un estado de ansiedad, alguien desconocido se dirige a nosotros en español. Es un turco que atiende un humilde comercio de recuerdos para turistas; tiene su novia en Vallecas y mañana mismo se va a Madrid, ¡la pequeñez del mundo global!




Primero fueron los eremitas bizantinos quienes taladraron y habitaron en la proa rocosa, luego, en tiempo otomano, se siguió perforando y haciendo viviendas trogloditas, más tarde, en la gran nave se construyeron casas, donde habitaron los cavusinenses hasta tiempo no lejano.  El turco que nos habla en castellano nos dice que en algún determinado momento el gobierno dio orden para que estas viviendas fueran desalojadas por el peligro que corrían de venirse todas abajo, posiblemente algún terremoto afectó a todo el conjunto. La emigración haría el resto, y así nació un pueblo nuevo. Hoy el caserío viejo de Cavusín se encuentra en deplorable abandono, pudiendo los visitantes curiosos fisgonear entre las casas abandonadas y aprender, si así lo desean, de la arquitectura doméstica otomana y rural. Novedosa arquitectura para nosotros, extraños habitantes de la estepa burgalesa. Las casas no son solo cuevas, también las hay del tipo híbrido, es decir mitad bajo roca mitad en superficie. Realizadas con piedra sillar volcánica (no hay otra), pese a su sencillez, sus fachadas lucen preciosos arcos, recercados y otros y adornos. En fin, una maravilla de arquitectura tradicional que puede no tardando mucho convertirse en recuerdo.  



domingo, 5 de agosto de 2012

MEMORIAS TURCAS (Continuación)


MOMENTO EN EL VALLE ROSA 
A mis compañeras de viaje

FOTOGRAFÍAS: Valle Rosa, entre Göreme y Cavusín, Capadocia (Mayo, 2010).  

Quisiera que lo que sigue lograra trasmitir los sentimientos que cada uno de nosotros experimentamos en la travesía del llamado Valle Rosa, entre el Museo de Göreme y Cavusín. ¿Recordáis? Sé que no me equivoco al decir que los míos fueron igual a los vuestros; nos conocemos muy bien y sabemos lo que pasa por nuestras cabezas en cada momento, en cada lugar y en cada situación. Creo, igualmente, que no me equivocaré al  decir que estos mismos sentimientos se repitieron en otros lugares mágicos que tuvimos la fortuna de visitar. Momentos y lugares que ya veremos si me sentiré con fuerzas, capacidad y ganas para describirlos, con permiso de la memoria, pues los días pasan y de ella va desapareciendo la frescura de lo vivido. Se puede pensar: no es posible, este momento tan intenso nunca se podrá olvidar. Sin embargo, la memoria es traidora y despiadada, es esa cosa que, a medida que el tiempo pasa, se convierte en pelusa de chopo burgalés, tan difícil de atrapar, tan escurridiza. Ahora, casi un mes después, todavía recuerdo cómo aquel luminoso y caluroso día, quinto de nuestro viaje, salimos de Göreme a primeras horas de la mañana. Atravesamos el pueblo lleno de establecimientos hoteleros, y con un sol de justicia llegamos al circo del Museo. Dejamos atrás el hormiguero de turistas, los autobuses recién vaciados, el negocio de las visitas, y comenzamos a subir un pequeño portillo que se nos hizo duro por el sofocante calor. 

Poco antes de coronar el alto, en un lado de la carretera, creímos adivinar un almacén undregraund de limones. ¿Serían limones? Sí, más tarde lo supimos. Un poco más allá se anunciaba un camping, y un cartel a la derecha nos indicaba una kilisse cercana: Aynali, se llama.  Se encuentra fuera del circuito de Museo, al otro lado, arriba del circo, aislada, solitaria, descontextualizada, en un pequeño vallejo con huertos y arbolado, excavada en un paredón de roca volcánica (como todas). 




Desde la distancia vemos un frente decorado con arcos de herradura rebajados en la roca, semiocultos por ramas de los árboles frutales. Hay un coche debajo de la kilise, hay vida allí. Subimos un talud y, ¡Oh cielos!, otra aparición, otra iglesia rupestre más, otra maravilla más. Para entonces ya habíamos visto unas cuantas, pero cada una es distinta, con su historia y secretos sin resolver; en cierta manera, nos sentíamos exploradores; viajar solos aureolaba cada rincón que visitábamos en este indescriptible paraje de Capadocia, paisaje lleno de historia y sorpresas que ya nos ha absorbido para siempre.




          A la entrada de la iglesia subterránea, un guía nos ofrece un par de linternas y nos acompaña por todos los recovecos del cenobio, digo bien, cenobio, porque aquello, más que un simple habitáculo de eremita solitario, debió ser un monasterio troglodita en toda regla en el que pudieron hacer penitencia más de una docena de monjes de la oscuridad. Agujeros por doquier, hornacinas aquí y allá, pasajes angostos y secretos que llevaban a espaciosas salas, una parecía el refectorio, otras tenían salida al exterior; vimos también una piedra circular que, en momentos de peligro, o simplemente al anochecer, servía como cerramiento para protegerse de alimañas de dos y cuatro patas. ¿Y aquellas excavaciones en el suelo con forma de sartenes o palmatorias, que tanto llamaban  mí la atención y que tantas veces vimos en otros eremitorios excavados? Eran los fogones u hogares para hacer la lumbre y la comida, nos explicó con dificultad el anfitrión de la cueva, lo mismo que nos dijo también un experto otro día.




Desde una terraza con frutales, mirador hacia las formaciones rocosas que le dan nombre, nos asomamos a la hondura y vemos una senda que desciende hacia ella. Sin duda es el Valle Rosa que buscamos. En el fondo, entre grandes paredones, hay pequeños huertos y frutales donde solitarios huertanos trabajan la tierra denudada de los volcanes: nos llama la atención la indumentaria musulmana femenina, de gran colorido. Una mujer, con  espinazo doblado y azuela recta, cava en la mineralizada y blanca tierra. Más mujeres inclinadas en los huertos vimos después, en otros lugares, que pareciera que la mujer es en el campo turco-capadocio lo que el hombre en el agro español, dominador del espacio. Un pequeño arroyo, o mejor, un hilillo de agua, nos acompaña a lo largo de nuestra marcha por el desfiladero, también el canto de los ruiseñores y otros pájaros que pueblan la arboleda de los fondos, entre enormes paredones agujereados con escodas y otras herramientas. Bien mirado, este idílico valle podía haberse llamado también el Valle de los Palomares. 




Cierto es que cuando pasamos por este increíble lugar no sabíamos a ciencia cierta qué eran y para qué servían o sirvieron tantísimos agujeros, a tan increíble altura: ¿eran o fueron viviendas trogloditas? ¿eremitorios? ¿palomares? ¿cómo se accedía a su interior? Imaginábamos un impresionante dédalo ascendente en la vaciada roca, pisos y más pisos, galerías superpuestas, escaleras por doquier. ¿Por qué la mayoría de los agujeros colgados tenían pinturas a la entrada, ¿los pintaron los eremitas? ¿eran símbolos de los antiguos cristianos? Por qué, por qué, por qué... Las preguntas nos acompañaron en todo el recorrido del valle rosado, antes de que supiéramos que los laberintos subterráneos excavados eran o fueron palomares. Todo ello, los enigmas y misterios particulares que no somos capaces de resolver por nosotros mismos, es lo que da carácter al viaje y a lo desconocido, lo que te hace vivir los momentos con mayor intensidad.



Algunos túneles cortos, no sé si excavados artificialmente o producto de la erosión natural del arroyuelo, nos sirve para refrescarnos con su sombra. Salan malecún, saludamos defectuosamente a un anciano huertano, aleikun salam, contesta sin más; estos hortelanos de los fondos no se sorprenden de vernos, debe estar acostumbrada al paso de ocasionales turistas como nosotros. Avanzamos, y a menudo nos detenemos, bien para disfrutar con el coro de los ruiseñores, bien para admirar  los ventanales pintados que se abren en las alturas de la roca ¡Si pudiéramos acceder a las tripas de la roca vacía!




Hacia la mitad del desfiladero, ¡gran sorpresa!: ¡un chiringuituk acoplado a la pared rocosa!, en un espacioso y sombreado abrigo; tiene un mostrador rústico de tablas y un montón de cojines y otros mullidos para la gente cansada que quiere ponerse cómodo a la sombra mientras toma su té (costumbre turca, debe ser). Al frente del rústico establecimiento se encuentra un joven silencioso que, ejerciendo de eremita hostelero, lee y ve pasar el tiempo en soledad, en esta época del año en la que los viajeros andarines escasean. No es que haga mucho calor, pero lo suficiente para descansar a la sombra y tomar un refresco; el sitio tiene algo de irreal, de mágico y que nos llena de sensaciones extrañas; es posible que hoy no pase nadie por este exótico puesto, mitad cueva, mitad superficie, y que el camarero pase todo el día en este paraje de palomares colgados sin vender ni un solo refresco, excepto los nuestros. 




 Pronto el valle se abre y aparecen los típicos conos, testigos rocosos capadocios, aquí y allá, algunos vaciados para cobijar interesantísimas iglesias de ermitaños. ¿Dónde seguir? ¿A la izquierda, que va a Goreme?, ¿hacia el centro, que no sabemos dónde conduce? Es todavía temprano, hay tiempo para continuar explorando. Tomamos un camino a la derecha, entre roca blanca almidonada, erosionada casi hasta límite de polvo; aparecen nuevos colores en las rocas, variedades de azufre y otras lindezas minerales que solo pudieron salir de las entrañas endemoniadas de los volcanes. Blanco, amarillo, rosa, verde... colores que animan la desolación producida por cataclismos tectónicos no tan lejanos, terremotos que arruinaron decenas de iglesias rupestres en toda Capadocia, iglesias oscuras construidas con el mimo de la paciencia, golpe a golpe sobre la piedra. Y así, llegado a un punto de este camino encajonado, vemos sobre nuestras cabezas los restos de una de estas iglesias. Parece importante, pero olvidada, no está señalada y pudiera ser que nadie le haga el aprecio que se merece. Subimos para apreciarla y valorarla. Es hora de comer, el azul del cielo se ha tornado espeso, grisáceo entre cinc y plomo, quizá pronto llueva. Un higo, dos  galletas y agua, poco agua, es toda nuestra comida. Por casualidad, comeremos tan frugalmente como debieron hacerlo los eremitas que habitaron el santuario en el que nos encontrábamos. El sitio es..., es... cómo lo diría yo.... es..., no sé..., es... bueno, lo dejamos simplemente en fantástico y vemos las imágenes capturadas.




  Bloques en equilibrio aquí y allá, restos de iglesias rotas, arcos caídos e invertidos, escondidos... Abajo, en el fondo, por donde discurre el camino verde, hay algún viñedo salteado, arriba, el monte desbaratado pero lleno de color y de formas. Nos llegan algunas voces apagadas de gente perdida, de algún turista solitario como nosotros, pensamos. Las voces desaparecen, vuelve el silencio absoluto, vemos ascender a alguien por un camino entre bloques, seguimos sus pasos, seguro que nos lleva hasta la kilisse que anuncia el letrero ¿cómo se llama? Lo he olvidado, pero no es importante el nombre.




 Al llegar arriba, siguiendo los pasos del hombre que trepaba y cuando ya creíamos agotada nuestra capacidad de sorpresa, estúpidas interjecciones de asombro salen de nuestro más profundo y sincero interior. Aparece la kilisse delante de nuestros ojos: un paredón rojo labrado con maravillosos arcos nos deja anonadados, es imposible tanta belleza, jamás sentí tanta admiración por algo construido. Siento que voy a desfallecer por tantas emociones juntas. Nuestro estado catatónico se disipa en cuanto vemos al hombre guía que nos ha precedido y que, a la entrada de un hipogeo puesto de venta, aguarda la ocasión para enseñar a algún despistado las excelencias de “su” iglesia. Nos recibe con gran simpatía, habla algo de inglés, y mal que bien, nos entendemos. Visitamos el templo troglodita, que contiene extraordinarias pinturas merecedoras de figurar en los mejores museos del mundo; su pantocrátor es auténtica representación de lo Divino.



 Luego de la visita, nos dirigimos a la cantina-tienda excavada. Allí, acompañados por otro hombre turco, que ha aparecido de entre los bloques del arte, entablamos una tertulia muy animada y fluida en inglés. Sentados en el confortable interior del establecimiento eremítico, en oportunos cojines para no sentir el fríos de la roca, tomamos zumo de naranja y libamos té, tal que turcos consumados. El momento es de los que se guardan para siempre en el lugar de la memoria. Y así, el guía va disipando algunas de las dudas que nos viene persiguiendo en nuestro periplo capadocio. Una de las que más ansiábamos desentrañar era la de los palomares, y sobre todo: ¿por qué los agujeros estaban rodeados de pinturas? Pues sencillamente, o complicadamente: porque las palomas acertaban a entrar en su palomar viendo los dibujos pintados (¿serán capaces las palomas de distinguir distintas pinturas y distintos colores?). El simpático turco nos explicó también que la cueva donde nos encontrábamos fue un palomar de su padre, o de su abuelo, que ya no recuerdo bien, y que él mismo les acompañó en las operaciones; que el guano de las palomas era aprovechado como abono para las huertas, y que éste se recogía una vez era arrojado al exterior desde los ventanucos abiertos en la rocas, lo que explica el por qué de tantísimas perforaciones. Por eso, el viajero despistado tendrá que ir con sumo cuidado de no confundir las cuevas palomares con las que son propias de los eremitorios e iglesias rupestres. Pronto llegaremos a Cavusín. 



jueves, 2 de agosto de 2012

MEMORIAS TURCAS (Continuación)


FOTOGRAFÍAS: Güzelyurt (Tomadas en mayo de 2010).


MOMENTO EN GÜZELYURT
                   
Dejamos, no sin pesar, el valle y laura de Ihlara y emprendemos el regreso. En la altitud del páramo, antes de llegar a aquella población, vemos, de frente, una línea de montañas nevadas envueltas en la calígine y brumas del sol ardiente de la tarde. Montañas que no vimos al ir, pero que ahora al volver se ven como si pudieran tocarse con los dedos. Creemos que deben ser los volcanes Hasan Dagr, Altunhisar y Melendiz Dagr, pertenecientes a la cadena montañosa de los Montes Tauro. Imaginémonos por un instante a estos tres demonios del averno, más el Erciyes Darg, de Kahiseri, vomitando fuego y lava durante años y sin pausa. Pues eso, que así se debió formar Capadocia. Son los mismos volcanes nevados los que pudimos ver al acercamos a Güzelyurt. A lo lejos, sus picos de más de 3.000 metros reinan en el territorio con un halo de suficiencia indiscutible.


Volcanes apagados en Capadocia.


¡Güzelyurt!, aquí quería llegar yo, para describir o sugerir las fortísimas emociones que experimentamos en este lugar de continuo agujero, al caer la tarde. Y sin embargo, en la hora de la hora, me tiembla el pulso de la tecla, no tengo palabras para expresar la belleza, el misterio y la historia que debe esconderse (¡se esconde!) en este caserío mitad superficie, mitad  subterráneo, con innumerables iglesias excavadas y confundidas con viviendas trogloditas de gentes que imitaron el hábitat de los eremitas. Por un momento siento la aparición de nuestro Presillas de Bricia. Parece increíble que el reclamo de la vida y obra de San Basilio fuera tan fuerte y aglutinante, que tantísima gente decidiera adoptar el estilo de vida de los hurones. ¿Penitencia?, ¿terror milenario?, ¿perfección ascética?, ¿qué buscaba esta gente de o en Capadocia que con tanto esmero y esfuerzo comía la roca de los volcanes? De todo ello y más. Parece un milagro que lo que aún está en pie en este lugar con nombre de yogurt no se haya derrumbado, de tantos hipogeos artificiales como hay. Vamos de emoción en emoción, de sombro en asombro, y me resulta ya muy complicado encontrar palabras que describan lo que allí vimos. Güzelyurt sería una asignatura pendiente, si tuviera tres vidas. Os digo, queridas y queridos, que sentí una sensación de dolor, de enorme pena por marchar, por salir de este lugar misterioso sin haber descifrado ninguno de sus enigmas.



Restos de casa en Güzelyurt.

Güzelyurt, mitad rupestre mitad subterránea.

Cono eremítico en Güzelyurt.

Interior de eremitorio. 

miércoles, 1 de agosto de 2012

MEMORIAS TURCAS. (Continuación)

FOTOGRAFÍAS: Capadocia (Mayo 2010).

MOMENTO EN IHLARA

De Göreme a Ihlara, por Anatolia Central. Por una casi desierta carretera, camino del Valle de Ihlara. En realidad, a juzgar por lo que nosotros pudimos ver, no se trata propiamente de un valle, sino de un cañón, una hoz, o desfiladero, de esos que horadan los ríos. Aquí, en Burgos, lo solemos llamar así. Aunque claro, bien puede ser que por alguna parte que no llegamos a conocer el desfiladero adquiere forma de valle. Y aunque bien puede tratarse también de una grieta producida por algún sismo. Lo dejo para geólogos y vulcanólogos.   


Ihlara.
Ihlara es una población asentada a ambos lados del río que lleva su  nombre. Por cierto, precioso nombre el de Ihlara, que suena a mujer agarena envuelta en suaves gasas, aunque no encuentro documentación que avale tal hipótesis. Nos asomamos al borde del cantil volcánico, lleno de guijarros oscuros de lava, y pudimos ver el pueblo, cuya imagen podría semejar un poco a nuestro Orbaneja del Castillo, pero con mezquitas. Seguimos. Atravesamos por el centro de la población, sin detenernos, con ese remordimiento que nos produce no disponer de más tiempo para el contacto con el paisanaje. Remontamos una cuesta y llegamos a un gran páramo de lava fósil. A poca distancia encontramos un mirador sobre el valle, pero no es esta nuestra meta. El desfiladero del Ihlara tiene 16 kilómetros de largo y es más lejos  allí donde vamos. Las guías que manejamos nos hablan de una zona que es epicentro turístico en el lugar de Belisirna. Allá vamos. Al poco encontramos una bajada al río, pero antes nos detenemos en la cuesta y admiramos el gran espectáculo: los grandes paredones rotos y agujereados del Ihlara Valley, y el pueblo de Belisirna recostado en la ladera del sol. ¡Dios, y nosotros sin conocerlo hasta entonces! Llegados a la orilla del río nos percatamos de que, en efecto, estamos en el ojo del volcán turístico.    

 Belisirna.


Lo primero que llama nuestra atención es un montón de palacitos restaurantes en medio del río. Y como no podía ser de otra manera, un ejército de camareros, al grito de ¡carne nueva!, nos invitan a pasar a comer a los restaurante fluviales. Nosotros pasamos delante de ellos, haciéndonos los orejas y como el que oye llover. La verdad es que me incomodan sobremanera estas invitaciones, y me hacen pasar malos tragos, lo mismo aquí que en España, que en Bélgica o en Sebastopol. Considero estos lugares tan preparados para las afluencias turísticas como una plaga, pues distorsionan los lugares en gran manera, convirtiendo siempre la belleza en un cutre zoco y haciendo que pierdan el interés primigenio. Aun así, todavía uno puede abstraerse en Belisirna si abandona la zona de chiringuitos y palacitos y se adentra en el pueblo. Y no es porque nos guste en especial lo roto, la ruina (que también tiene su encanto), no, es porque lo poco de auténtico que va quedando en los lugares es lo que de verdad te enseña cómo fueron y cómo son los autóctonos y sus pueblos, que a fin de cuentas es lo que andamos buscando los viajeros curiosos. En fin, señor escribiente, que te lanzas en tus proclamas. Al grano.



Y el grano es que pasamos de palacitos, cruzamos el río y nos adentramos en el caserío, bastante antiguo por cierto, con arquitectura tradicional muy parecida a la que hasta entonces habíamos visto, en Goreme, en Cavusin y otros lugares capadocios, casas muy humildes, cuadradas y con algunos adornos en la fachada principal (¿de influencia otomana, bizantina, frigia, selyúcida, romana, mongol..?) muy sugerentes. Llaman nuestra atención también los toldos de plástico verdiazules que cubren los tejados, solución práctica pero que distorsiona el paisaje urbano tradicional. Tras subir una calle en cuesta, encontramos un camino que nos lleva a un extremo de la población, a un balcón que mira al Ihlara junto a un sector del cantil donde se halla una formidable kilise excavada en la roca, otra muestra más de la arquitectura rupestre que nos tiene hipnotizados (tiene su nombre en una placa a la entrada, pero no lo recuerdo). Ya la fachada, decorada con el típico arco de herradura, es apoteósica, como para quitarse la gorra, ¡cuánta belleza! Su interior es amplio, quizá la kilise más espaciosa que hemos visto hasta el momento. Está decorada con maravillosas pinturas, seguramente bizantinas, pero muy deterioradas; se nota que dentro se hicieron hogueras, que algún bárbaro moderno quiso borrar o que algún redomado iconoclasta hizo de las suyas.



  


La amplitud de la cueva-iglesia permitió que en época más moderna su interior fuera aprovechado para instalar un gran molino, así como también un lagar y un horno con bóveda excavada. Los tres elementos, junto a la arquitectura y traza rupestre, convierten este santo lugar en un museo etno-arqueológico extraordinario. Seguro que hay buenas publicaciones sobre él...  ¡Qué inflación de arte, qué enormidad de historia en Turquía!




                

      Tras la visita a este santuario hacemos una incursión por el pueblo. Pasamos junto al minarete y llegamos a lo que parece el punto central (por no llamarlo plaza mayor); allí entablamos conversación con un turco ambulante de los de camioneta, habla francés. El hombre, que vivió en Bélgica, es simpatiquísimo y quiere saber de nosotros, y nosotros de él. Sobre la escena, en una pequeña terraza natural, un anciano con gorro-casquete, apoyado en la cachava de los recuerdos, escucha las voces y mira al vacío de su memoria, hacia el cataclismo de bloques desprendidos, de los cantiles rotos; quizá él mismo sintió el temblor de alguno al caer. Los minutos vividos allí, en Belisirna, en la Turquía profunda, son, a pesar de su sencillez, de gran  intensidad y perdurarán en el tiempo y en nuestro recuerdo, no sólo a través de las fotografías.

      De regreso, pasamos de nuevo por los palacitos para obedientes turistas en medio del río. Nada, como el que oye llover. Vamos a ver el otro lado del desfiladero  donde hay anunciadas varias kilises cerca del pueblo. Subimos a una de ellas, la más cercana a la carretera, se llama Direkli kilise. Se encuentra en una zona arruinada del cantil, rodeada de bloques desprendidos, seguramente como consecuencia de algún terremoto. Arcos de la misma iglesia, abatidos y dados la vuelta, podemos ver junto a la entrada. Todo ello pertenece a lo que alguno ha dado en llamar “arte de los acantilados (¡qué expresión tan afortunada!). El lugar parece peligroso, el equilibrio puede romperse por el aleteo de una mosca. Por favor, ni respiréis. En realidad, el desastre es monumental y es monumento. Que digo yo, que viene Dios y Alá con sus terremotos y ni siquiera lo que se construyó con tanto mimo y arte para Ellos se respeta. Aun así, la iglesia conserva la mayor parte de su estructura. Es muy espaciosa, con varias naves separadas por robustas y excavadas columnas, y con grandes arcos en las bóvedas; no faltan los consabidos arcos de herradura, y contiene además interesantes pinturas policromadas, representando santos que no nos atrevemos a identificar, aunque unos de un ábside nos parecen apóstoles.