Elías Rubio Marcos y su "CAJÓN DE SASTRE"

Recopilación de artículos publicados y otros de nueva creación. Blog iniciado en 2009.

lunes, 23 de octubre de 2017

EL CAJONEIRO DE MEIROAS



FOTOGRAFÍAS: Bosque de Muniellos. El cajoneiro de Meiroas (julio de 1996)

 En estos días que las llamas salen por el ojo de la televisión, invaden nuestros hogares y nos angustian, he oído y sentido nombres del pasado que tenía archivados en ese rincón de la memoria que cada uno reservamos para no perder la vida vivida. Este regreso al pasado me ha llevado a días y momentos inolvidables del otro siglo, Muniellos, Ancares, Piornedo..., nombres que ahora arden y resuenan por el fuego criminal. (¡Odiosos pirómanos! ¿Habrá peor crimen que reducir a cenizas un bosque?). Y al escucharlos, no puedo evitar emocionarme. Siento cercanos los lejanos días por aquellas tierras asturianas y gallegas, la visita a Muniellos (hoy cercado por las llamas), la complicada búsqueda de un buhonero por los montes perdidos de Orense, ahora también ardiendo... Hoy, que con tanta frecuencia suelo sumergirme en la espesura de nuestro Monte Hijedo, no puedo por menos que encontrar, por su enorme importancia patrimonial, paralelismos entre las dos gigantescas manchas forestales. Y tiemblo al pensar que algún día pueda suceder lo peor.
Todo se ha aliado para avivar los rescoldos que dormitaban aquí dentro (me toco el corazón). Lo que a continuación sigue, queridos amigos de este Cajón de Sastre, es parte de un reportaje que vio la luz en Diario 16 Burgos en agosto de 1996. Sirva como homenaje a quienes han sufrido hoy, en sus pueblos y aldeas, el asedio y efectos terribles de las llamas.   

 
[...] “Este cronista y viajero ha tenido la oportunidad y el gozo de haber conversado con gentes de oficios del pasado, tan viejos y variados como resineros, bataneros, herreros, boineros, molineros, caleros, yeseros, salineros, serenos de chuzo, maquinistas de vapor, pescaderos fluviales de barca y red, sederos... y más. Pero en esa relación faltaba uno que siempre rondó por mi cabeza: ¡el buhonero! Y había de ser un buhonero que hubiera operado en la provincia de Burgos, lo cual no hacía sencilla la búsqueda.  Para empezar, había que ir a Galicia, centro emisor del oficio.
Tenía, no obstante, parte del camino andado. Hace dos años encontré en una plaza de Burgos a un afilador orensano con su chiflo de la lluvia y su bicicleta y piedra de afilar. Conversé con él, le pregunté si sabía de la existencia en su tierra de algún buhonero (o como quiera que se llamara) que hubiera bajado con su cajón hasta Burgos. Su respuesta no pudo ser más esperanzadora: “En el Concello de Esgos deben vivir varios”. ¿Esgos?, dije. Lo conozco, hace una quincena de años visité este municipio y su antiquísimo Monasterio de San Pedro de Rocas, excavado en una pared de granito.
Que fue así cómo pude iniciar mis pesquisas en la tierra de los afiladores y cajoneiros. Tracé un plan de viaje turístico con la familia por el interior de Galicia, por las honduras desconocidas de este país. De paso, cumpliría también un viejo sueño, aprovecharía para visitar el mítico bosque de Muniellos [estos días amenazado]. Transcribo ecos de aquel artículo:


MUNIELLOS

[...] “Saber que solo veinte personas pueden visitar diariamente el bosque de Muniellos es una circunstancia gozosa que me animó sobremanera. Solo 16 personas más, perdidas quién sabe dónde, por la inmensidad de aquella mancha verde, dicen que poblada de osos, compartiendo con nosotros la maravilla natural, se me antojaba como algo increíble, fantástico. Era el momento de recordar y agradecer a nuestro paisano Félix Rodríguez de la Fuente, que en los años setenta denunció con fuerza los estragos que las empresas madereras estaban llevando a cabo en Muniellos, consiguiendo que aquello se frenase”.



En la profundidad de Muniellos




                 EL CAJONEIRO DE MEIROAS  

         Pero situémonos ya en Esgos. Pasemos por alto la circunstancias que rodearon nuestra visita a lugares que, por sí mismos, podrían ser objeto de detenido homenaje. Celanova y su grandioso barroco gallego, la Ribera Sagrada del Sil (hace no más de diez años solo conocida con ese nombre por archiveros catedralicios y hoy elevada a los altares de las rutas turísticas gallegas), o el monasterio de San Pedro de Rocas, refugio de la Ciudad de los Muchachos del padre Silva, lugares todos imbuidos de la magia galaica.

[...] “Buhoneros, buhoneros... aquí hubo muchos. Y aquí fue también famoso el Hombre de Unto”. Así nos habló a primera hora de una mañana sofocante un anciano que estaba sentado en la tienda del pueblo esperando su turno (siempre lamentaré que aquella conversación derivara por otros derroteros  y que no se prolongara para poder saber más de aquel misterioso Hombre de Unto).  El viejo, al conocer nuestra procedencia e intenciones, nos remitió a una paisana, a una mujer de Burgos que fue maestra en Esgos, ya jubilada, quien, según él, habría de ponernos sobre la pista de algún buhonero. Felicidad es su nombre, y vive en un precioso chalet rodeado de hortensias. Se alegró mucho de poder charlar con paisanos, pero de buhoneros, nada.
Continuamos indagando en el bar. Los parroquianos no entendían por buhoneros, pero al mencionarles lo del cajón a la espalda, al pronto dieron pelos y señales de un buen número de personas de la zona que se dedicaron a este oficio y de las aldeas cercanas a Esgos donde vivían. Definitivamente, estábamos, por fin, en la tierra de los buhoneros. Y por considerar que era más hablador y más enamorado de su profesión, los tempranos parroquianos del bar nos remitieron a Manuel Pequeño, un vecino de una aldea llamada Meiroas, situada a unos cinco kilómetros de Esgos. También nos advirtieron de que estaba muy sordo.
Bueno, pues ya teníamos un buhonero, o como quiera que se llamara el oficio del cajón en aquellas tierras. Nos encontrábamos en el corazón de la verde y sofocante Orense, donde las aldeas son tan numerosas que apenas dos kilómetros separan una de otra y donde el laberinto de caminos es tan intrincado que invita a ir sembrando garbanzos para la vuelta.
[...] Aldea de Meiroas, 13 horas del 10 de julio de 1996. Apretaba sin compasión un sol abrasador cuando nuestra entrada en la Plaza mayor fue observada por varias personas que estaban refugiadas en las sombras que el sol caído a plomo permitía. A una de ellas, una anciana diminuta con gafas redondas y cara bonachona (parecía salida de un cuento de Navidad), pregunté dónde vivía Manuel Pequeño. “Ahí le tiene usted”, dijo señalando a un hombre que estaba sentado en una pequeña terraza y que observaba con curiosidad la escena.  Era él. Era, por fin, “mi buhonero”. Emocionado, subí las escaleras y pude verle de cerca. Sentado, parecía enorme, y en la sombra su piel morena parecía negra. Sus facciones me parecieron duras, pero inspiraban confianza. Algunos pliegues en su curtida cara señalaban una vida marcada por los vientos y soles de todos los caminos y de todos los páramos.  Le extendí la mano  y él me la apretó sonriendo. No oyó mi presentación, su sordera era aún más acusada de lo que esperaba y esta circunstancia habría de limitar mi charla con él.
Desde abajo, la anciana de cara bonachona, que resultó ser la esposa de Manuel, se percató de las dificultades de entendimiento que teníamos arriba. Subió e hizo de intérprete”:  “¡Que dice que es de Burgos y que quiera hablar contigo de cuando ibas a vender con el cajón a Castilla, para ponerlo en el periódico”. Y así supimos que fue precisamente esa sordera lo que le retiró de los caminos a los 57 años. No por su deseo, sino porque los hijos le obligaron a ello en vista de sus dificultades para entenderse con los clientes. “Así no se puede andar por los caminos”, le dijeron.



Sentado en su cajón de los milagros



RECORRIÓ ESPAÑA, PRIMERO CON EL CAJÓN  Y DESPUÉS CON LA RUEDA

De entrada, Manuel Pequeño, perfecto dominador del castellano (gracias sin duda a los muchos viajes que hizo a Castilla), aclaró un concepto importante: “Aquí a los que íbamos con el cajón nos conocían como cajoneiros, como a los que hacían cordeles les llamaban cordeleiros”. Y al mostrarle mi interés sobre si en sus viajes había llegado hasta Burgos, no sin cierto orgullo recordó: “Mire, toda la tierra de España  que usted ha recorrido con el coche, la he recorrido yo a pie, primero con el cajón y luego con la rueda de afilar. Y a Burgos también iba, sobre todo a la zona del Esgueva..., por Tórtoloes, Torresandino, Roa de Duero, Aranda... Estépar (aquí parábamos)”. Pero, le pregunto: ¿Llevaba usted algún plano para saber por dónde ir?: “No, no, yo llegaba a un pueblo y allí preguntaba por dónde se iba al siguiente que quería ir, y así me arreglaba. De esa manera, con el cajón cargado a las costillas, con unas correas, he llegado a pie a Burgos, a Puigcerdá, a La Bañeza... a toda España. Ahora la gente se cansa de ir en coche, pero nosotros, los cajoneiros, no nos cansábamos de andar, estábamos acostumbrados”. 
Y prosigue el interrogatorio con la colaboración de Manuela, que es quien transmite las preguntas al oído de Manuel: “¡Que dice que cuándo empezaste a salir con el cajón!”: “De muy pequeño, a los once años, trabajando de criado para un amo. Después me establecí”.
[El cajón] Y en el cajón, ¿qué llevaba dentro de él?. Ah, pues bisutería, cuchillos, tijeras, lentes para la vista cansada, bobinas de hilo..., también estampas de San Blas, de San Antonio, de San Benito, de San Ramón, abogado de las mujeres.... Cuando en los pueblos me veían llegar, las mujeres decían: “¡Ha venido el estampeiro, ha venido el estampeiro!. Había mucha costumbre de comprar estampas”. ¿Y pesaba mucho el cajón?: “Bastante, era de nogal y cargado pesaba sobre sesenta kilos. Sí, sí era pesado, pero también era una comodidad, porque cuando tenías que hablar con un paisano, nos sentábamos en él”.
[Los viajes] ¿Cuánto tiempo estaba fuera de casa?: “Pues... sobre dos o tres meses.  Marchábamos cuando en el pueblo no había faenas que hacer y volvíamos cuando ya era necesario trabajar en el campo”.
[Manuela] ¿Qué hacía mientras tanto la esposa del cajoneiro ausente?: “Esperar con los hijos a que volviera Manueliño (responde ella con resignación), y esperar también a recibir alguna carta suya. Luego, cuando regresaba a casa me contaba las cosas que había visto y oido”.
¡Manuel!, grité al oído del cajoneriro. ¿Era aburrido caminar solo por los caminos y atajos? “A veces sí, aunque durante mucho tiempo me acompañaba la radio, que es lo que debió dejarme sordo, y eso que solo escuchaba los “partes”. Otras veces, por Castilla, solía coincidir con arrieros que iban con reatas de mulas y el viaje se hacía entretenido. Por las noches jugábamos en las fondas a las cartas con los amigos... Me querían mucho por Castilla”.



Con su rueda de afilar viajó por Castilla



UN CEMENTERIO DE RUEDAS DE AFILAR

Agotados por el esfuerzo para entendernos, agradecí que el matrimonio nos condujera a un cobertizo separado de la casa  donde, para sorpresa y gozo de todos, pudimos ver un apilamiento de ruedas y bicicletas de afilar de diferentes épocas. La más antigua, una joya de madera de una sola rueda, de esas que se exhiben ahora en los museos etnográficos gallegos y que por no tener pedales había de ser arrastrada con las manos. Aquello era, sin duda, un cementerio de ruedas de afilar. Y todas las condujo alguna vez Manuel, y todas con su historia. Porque después de cajoneiro Manuel pasó a ejercer de afiladeiro, y los viajes se repitieron, de igual manera y por los mismos caminos. 
Hoy, a sus 77 años, recuerda Manuel con alegría aquella vida buhonera, y junto a un hórreo de su propiedad hizo para nosotros su penúltima demostración, tocó la chifla, hizo rodar la piedra afiladora y se sentó a continuación, como tantas veces lo había hecho, en el cajón que durante años fue su compañero de viaje.
Aquello fue el final. Dejamos allá, en aquella recóndita aldea orensana  de la que nunca antes habíamos oído hablar, a unos amigos que ya nunca podremos olvidar.



4 comentarios:

  1. Buenos días, Elías Rubio:

    Creo que estos incendios -tan terribles-, en los bosques gallegos, a todos nos han tocado el corazón.
    El acento burgalés, que se desprende en tu estupendo escrito, me ha evocado -también- los reportajes de nuestro paisano Eduardo de Ontañón.

    Saludos

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  2. Gracias Gelu, por tu amable comentario.

    Saludos

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  3. Extraordinario documento recuperado por dos veces. Oficios extinguidos pero no olvidados en la memoria de los que lo vivieron.
    Muy importante, fundamental es que haya quien lo rescate del pozo del olvido como es tu caso en esta búsqueda de los últimos buhoneros gallegos.
    Era de admirar el trabajo de estas gentes. Lejos de casa, con la mercancía a cuestas, a expensas de perder o que les robaran lo ganado, pero eso sí conociendo mundo en una época en que estaba al alcance de muy pocos.
    De Manuel podría salir bien a gusto un libro contando todas sus vivencias y andaduras por esos caminos y pueblos.
    Me ha encantado el reportaje Elìas.
    Lo del fuego para que hablar, la misma cantinela de siempre. Pasaran años y seguiremos igual. No tenemos remedio.
    Un abrazo.

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  4. Gracias, Faustino. Recorrer España con una rueda es algo que no estaba ni está a al alcance de todos. Eran superhombres.

    Un abrazo

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