De Ecos de la lluvia y el aire (Inédito)
Es el guardián, Aire. Es el jalón de los pasos en la nieve cuando los viajeros de alforja se arriesgaban por la serranía profunda camino a Burgos. Se lo pensaban en la tronca centenaria, allí se sentían seguros, pues dudaban de si saldrían con bien de los barrancos de lobos, bajo el Mencilla guía que todo lo ilumina y todo lo ensombrece. Lo sé Lluvia, conozco bien el vegetal, unas veces lo mecí hasta dormir su otoño y otras doblé con violencia sus brotes de terciopelo. Conozco sus constantes, sus latidos junto a la ermita, en el pando de Santa Julita. Sé que está ahí desde antiguo, creo que desde que empuje las velas de Colón por el Gran Océano. Como hermano mayor en el rebollar, preside la ruta de serranos perdidos. Camino de Burgos, dicen que es aquel por donde van-iban los de Valdepez a La Pinta para llegar a la capital. Lugares difíciles de transitar, entre oscuros hondones, arroyos ebrios de nieves y ejércitos de robles cansados, muertos vivientes dormidos. El Roble Borracho lleva con dignidad su vejez, sigue ahí, eterno, ejerciendo de guardián para respiro de caminantes y pastores que hubo. Cinco serranos de brazos largos hacen falta para abarcarle, cinco que fundían el hierro bajo la ermita lo intentaron y se quedaron cortos. Es fortachón el árbol, Aire, sus raíces deben llegar al centro de la tierra. Quizá por eso, ni siquiera el Año de las Nubes, cuando estuve regando cuarenta días y cuarenta noches sin tregua, llegué a ablandar sus cimientos. Ni yo cuando el gran huracán de los tejados volando. No está borracho el roble del áspero camino, nadie le ha visto inclinarse, más bien puede decirse que se encuentra sobrio y erguido al pie del camino de Burgos.
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