Elías Rubio Marcos y su "CAJÓN DE SASTRE"

Recopilación de artículos publicados y otros de nueva creación. Blog iniciado en 2009.

viernes, 7 de agosto de 2009

POR LOS MONTES DE TRUEBA





LA AMAZONA Y LA SOMBRA (SUEÑO PASIEGO)
2005

Es un sueño que se repite una y otra vez cuando cierro los ojos para contemplar un paraíso cercano. Comienza en el momento en el que una joven pasiega del río Trueba, subida en un tapial de su braniza de El Pardo, monta en su yegua de crines en cascada dispuesta a emprender viaje hacia Bárcenas, hacia su casa vividora. Veo a la amazona iniciar su marcha y pasar primero junto al cubío del camino, covacho soplador del que nace una fuente fría. Desciende a continuación por la pendiente, hacia el fondo del barranco. Arriba de la hondura, en los Castros del Horno, en un pando de soledad y fantásticas rocas, mi desvarío describe un puñado de cabañas dispersas, abandonadas unas, otras arruinadas, porque ya nadie muda a los alcores de estrellas y lobos. Seguidamente, el jinete de las alturas toma una estrecha senda, entre árgomas y brezos, que le ha de llevar hasta el Puente del Horno. En el descenso, una cabra de puntiagudas barbas interrumpe su pacción y dirige su vacía mirada a la dama sonrosada de la montura. Ésta eleva ahora sus grandes y negros ojos hacia el lugar que la vio partir y, con la mano, saluda a alguien indefinido que, sentado en el solerón de otra braniza, vecina de la suya, se dispone a vivir un atardecer más en un reino de hierba en declive. Hay un suave rumor de campanus en el apacible ambiente que, en mi ensoñación, idealizo como una sinfonía pastoral.
La amazona de Trueba, perfumada con el aroma de las novillas que ramonean en los prados de narcisos, llega al viejo Puente del Horno y agradece la corriente plateada que discurre por su ojo humilde: aguas de nieve que llegan de Las Estacas y de Los Castros. Desde el cumbre del puente la yegua se tira veloz a beber al arruyu, que viaja ahora deslizándose por un lecho de losa gris. En mi sueño veo a la pasiega en su montura, conversando, girado su grácil cuerpo hacia un pasiego que espera en la orilla. Ocupa también la escena un fotógrafo, pero no es seguro esto, quizá sea más una sombra camuflada, un intruso. Hablan el pasiego y la pasiega, y en tanto lo hacen, la yegua consuma su bebedizo. Luego, mujer y noble bruto continúan por un discordante camino de cemento al borde de un río que, encajonado, se desploma en ruidosa y espumosa cascada. Al poco, surge la carretera que desciende de las Estacas de Trueba, rebasadas ya las abisales curvas que miran desde su vértigo a la Vega de Pas, y el jinete solitario se sumerge en el asfalto con su rubia trotona, poniendo rumbo a su casa de Bárcenas. La figura del fotógrafo aparece entonces de nuevo en la quimérica escena y, con curiosidad, la amazona sigue su estela con la mirada y observa cómo va diluyéndose por las elevadas pendientes que suben hacia las cabañas de El Pando. Empequeñecida la ve llegar hasta el cabañal y nota cómo es recibida primero por los ladridos de los perros, luego por un venerable anciano pasiego, y después por dos pasiegas, una joven y otra mayor, engalanados todos de fiesta y dispuestos a salir de viaje hacia Espinosa. La sombra se deja acompañar por las dos mujeres hasta el cubío, se asoma al interior y ve tres lajas pasaderas que hace tiempo que no sienten la blandura ni la suavidad de las mantecas. Sólo la oruna y el agua gélida y oscura viven dentro del frigorífico subterráneo.

Retorciendo su cuerpo hacia atrás, la amazona de mi sueño ve todavía al intruso que se aleja, ya muy desdibujado y ascendiendo con su macuto y su palu hacia las cabañas de Peña Negra. Ve cómo, cansino, se desliza por el suelo entorcado, distanciándose de simas profundas que son trampas de muerte para el ganado.

Desaparece la pasiega del onírico recorrido y la sombra queda a merced de su soledad bajo el cielo de los montes pasiegos. Por encima de los tellados del cabañal ha podido ver, muy próxima, la figura mayestática del que todo lo domina y protege: ha visto al rey Valnera, con su cetro de nieve, y ha sentido un escalofrío.

Cabañas clausuradas de Peña Negra, con payus oscuros colmados de hierba seca y olvidada; cuadras vacías con excrementos fósiles, esperando una hipotética muda de primavera que ha de llegar de Salcedillo con nueva vida; cubío escondido entre la fantasmagoría de las rocas, bodega de grandes alacenas, abiertos al viento campesino que trae la lluvia. Branizas de Peña Negra, perfume de hierba seca. La sombra del fotógrafo lo curiosea todo con impunidad sacrílega, y luego de hacerlo, emprende el regreso hacia el hondón de Trueba para fundirse en los verdes prados teñidos de narcisos.

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