inédito
Desde la Peña Angulo hasta el portillo de La Magdalena, los Montes de la Peña se extienden de oriente a occidente a caballo entre los valles de Losa y de Mena. Arriba de la peña, en el extremo oriental y como punto de intersección entre el pedregal losino y el vergel menés, se encuentra una intrincado bosque en cuyas profundidades se han escrito historias de hombres de musgo y hacha que el viento se llevó. Es el Monte Gurdieta, donde las hayas se alzan buscando luz entre tenebrosas simas, al pie de los precipicios del valle de Angulo. Es el monte de los leñadores, en el que las hayas sintieron el temblor de los lobos en medio de la niebla. Es, en fin, el monte que un día no lejano proporcionó sustento a familias de los valles de arriba y de abajo.
Ya no resuena en el bosque el ruido de las hachas, ni en el pozo de la lobera caen lobos acorralados sin piedad por las batidas. Ya no hay leñadores, ya no hay lobos, pero una parte de la memoria de Gurdieta pervive entre los hombres que trabajaron en este monte encantado.
Los Basarrate de Mercadillo, una tradición ferrona
Siguiendo la huella de aquellos hombres del bosque llegamos a la estación de tren de Mercadillo de Mena, donde vive la familia Basarrate, en cuyo archivo familiar se encuentran inestimables testimonios de la actividad maderera en el Monte Gurdieta. Portavoz de esta emprendedora familia es ahora Prudencio Basarrate, único varón vivo de los cuatro hermanos que fueron. A sus 87 años, con una privilegiada memoria, este menés es un hito fundamental para conocer las explotaciones habidas en dicho monte, pues no en vano él y su familia trabajaron durante años en él extrayendo madera.
Sus explicaciones nos llevan en primer lugar a la actividad primigenia de la familia: “Mi padre trabajó en la ferrería de Ahedillo, muy poco, porque él tenía en la cabeza que quería ser herrero, por ahí si estuvo un par de años en ella. En la ferrería hacían picachones, rastrillos, azadas... Pero aquella ferrería se quemó hacia 1900, como se quemaban todas las ferrerías”.
Después de cesar en su actividad ferrona, el patriarca de los Basarrate montó su taller de herrería en Mercadillo, y en este lugar, compaginando su servicio en la estación del tren de La Robla, inició una saga de herreros que no se apagó hasta tiempo muy reciente. Pero los Basarrate tenían, además, dotes de artistas, y fue por ello que, entre forja y forja y desde principios de los años veinte, se dedicaron a tallar primorosamente la madera, actividad en la que perseveraron hasta prácticamente nuestros días, de ahí que su casa sea ahora un auténtico museo de escultura de este noble material. Un museo, todo sea dicho, merecedor de ser rescatado para la contemplación pública.
Los hermanos Basarrate eran, pues, buenos conocedores de la madera. Por eso no debe extrañar que en los años que siguieron a la Gran Guerra, al no tener suficiente hierro para trabajar en su herrería, decidieran cambiar la actividad de la fragua por la de la carpintería. Así, los montes de Angulo y Gurdieta fueron su salvación en aquellos momentos de escasez.
Remos con madera de Burgos para la “flota” vizcaína
Una de las actividades laborales en las que se distinguieron los Basarrrate fue en la fabricación de remos para la navegación. Hoy puede parecer algo insólito, pero es de justicia recordar que de la espesura del Monte Gurdieta y de las manos de esta familia de meneses salieron grandes cantidades de remos para la flota de Vizcaya.
Los pormenores de la fabricación de estos artilugios marinos los explica así Prudencio Basarrarte: “Hacíamos los remos con madera de haya porque no había de fresno, porque normalmente los remos suelen hacerse con madera de fresno, que es más correoso. Los remos nos los compraba un señor de Portugalete, que también nos compraba cepillos. Nosotros traíamos la madera y los remos los hacíamos aquí en basto; luego había un señor en Bilbao, que había montado una máquina expresamente para hacer remos, que era el que nos compraba toda la producción. Nos les compraba a nosotros en basto y luego él les daba forma. Los remos largos tenían un grosor de 10 centímetros. La pala se medía en pies ingleses, y a medida que bajaban los pies, la pala era más corta”.
No haría falta explicarlo, pero Prudencio necesita recordar, para que se comprenda que toda su producción tenía muy buena salida, que los remos eran entonces, como ahora también, imprescindibles: “Los barcos que se dedican al transporte de viajeros tienen que llevar una dotación de botes con remos; y los barquitos pesqueros todos llevan un bote con remos”.
De Angulo y Gurdieta, salió también la madera para las fábricas de muebles de Valmaseda: la familia Basarrate se lo proporcionaba.
Carbón vegetal por el túnel de Relloso
El carbón vegetal fue otra de las riquezas que se generaron en los Montes de la Peña. Los bosques de Cilieza y Ovilla, poblados de roble, encina y borto, fueron fundamentales para producir el carbón que requerían las diversas ferrerías que funcionaron en el valle de Mena, al menos desde el siglo XVIII. Y por la misma necesidad que las ferrerías menesas, las fundiciones vizcaínas se acercaban también a los Montes de la Peña para surtirse de carbón; que fue así cómo el Monte Gurdieta se convirtió en un importante abastecedor de este combustible para las fábricas de hierro vascongadas. A principios del siglo XX debía ser importante la actividad carbonera en Gurdieta, en las alturas de Relloso y San Miguel de Relloso, como parece manifestarlo el hecho de que fuera abierto en la peña un túnel de más de 60 metros de largo y se construyera un camino para bajar los carros cargados de carbón a la estación de Mercadillo, camino que se conoce ahora como Carretera del Cuatro. Según Prudencio Basarrate, desde la estación a su cargo hubo un momento en el que el combustible era llevado “a la fundición de Santa Águeda, de Alonsótegui”.
Abandonada la producción de carbón vegetal, el túnel siguió teniendo alguna utilidad. Por él, lo mismo pasaban los vecinos de los Rellosos con sus burros, cuando bajaban a la estación de Mercadillo de Mena para coger el tren a Bilbao, que los ganados del valle de Mena cuando subían a pastar en la buena hierba de las alturas de la peña; y por él debía moverse también el estraperlo en los años difíciles que siguieron a nuestra última guerra civil.
Leñadores de Gurdieta
Al “¡madero vaaa!”, voz que acompañó al lanzamiento de las hayas desde el borde de la peña al valle, siguió una explotación mucho más racional, como podrá verse. El primero de los sistemas, por supuesto, era un desastre, porque cuando los troncos chocaban contra el suelo se hacían mil pedazos, y por tanto su madera no podía aprovecharse, como no fuera para el fuego. Según Prudencio, tan arcaico y expeditivo sistema fue puesto a prueba en el otro extremo de la sierra, en la parte de Siones y Cadagua.
A mediados de los años cincuenta del pasado siglo, los hermanos Basarrate, buenos conocedores del monte Gurdieta y de las posibilidades madereras de los Montes de la Peña, fueron consultados por directivos de la papelera de Aranguren, de Zalla, sobre la existencia de madera de haya en estos lugares. Prudencio lo cuenta así: “Una vez me encontré con unos señores de la papelera, y cuando me preguntaron si sabía de madera de haya, yo les dije que ahí arriba [en el Monte Gurdieta] había para recoger quinientos vagones de tren.
–“¿Pero sabe usted lo que es un vagón?” –me dijeron.
Y yo les dije:
–¡hombre, como que pasan todos los días por mi estación!”.
Aquella consulta trascendió en la zona y llegó a oídos de dos personas emprendedoras de Quincoces de Yuso, que inmediatamente compraron el Monte Gurdieta con el fin de explotar su riqueza maderera. Fue así cómo nació la primera explotación intensiva de la madera de este monte. No se prolongó mucho en el tiempo, pues tan solo debió funcionar alrededor de tres o cuatro años, pero su historia merece ser conocida al menos por aquellos que se sumerjan hoy en la espesura del bosque y de pronto se topen con restos arqueológicos a los que, en principio, no se les encuentra explicación.
Dichos restos se encuentran en el mismo borde del impresionante precipicio de la Peña, mirando al pueblecito de Encima Angulo y junto a las ruinas de una antigua lobera. Corresponden a un artefacto o mecanismo instalado por la empresa papelera de Zalla para poder bajar la madera hasta la carretera Trespaderne–Arceniega (BU–550). Al parecer, llegado a un acuerdo entre dicha papelera y los dos propietarios del monte, pronto el “invento” se puso en marcha: la empresa montó el artefacto y se comprometió a comprar toda la madera de haya cortada, y los dueños del bosque se comprometieron, a su vez, a aportar el equipo humano, contratando para ello un puñado de hombres de los pueblos del contorno para trabajar como leñadores y acarreadores.
Para conocer más afondo esta historia contactamos en Quincoces de Yuso con Manuel Hierro, uno de sus protagonistas. Manuel fue uno de los hombres del bosque, y conoce por ello los pormenores de la aventura maderera en Gurdieta. Recuerda que la primera tarea que tuvieron que desarrollar fue la de abrir caminos, dado que el monte era prácticamente impenetrable. Aquello era una selva y ni los leñadores, ni mucho menos el tractor que habría de subirles todos los lunes, podían acceder a ella. De pronto, las explosiones de la dinamita hicieron temblar el bosque y a todo bicho viviente que en él habitaba: “Empezamos a tirar tacos de dinamita para hacer caminos, para subir a las hayas y para subir nosotros con el tractor a trabajar. El camino venía desde la carretera de Relloso, desde Puente Nuevo”.
Fue entonces, en aquellos trabajos, cuando una de las paredes de la Lobera de San Miguel desapareció: los hombres de la dinamita la derribaron para hacer el camino hasta la cabaña donde se alojaban.
El artefacto, ideado e instalado por Aranguren para bajar la madera, en realidad no era más que un cable de ida y vuelta con varios asientos, sujetos con un gancho, para cargar (algún montañero experto diría que se trataba de una tirolina). Dos caballetes, uno abajo y otro arriba, donde el cable daba la vuelta sobre un volante, eran atendidos por media docena de operarios, tres o cuatro arriba para arrimar y cargar la madera, más uno para atender el freno y dar el grito de “¡vaaa!”, y otros tres abajo para vaciar las cargas.
Cuadrillas de leñadores, algunas venidas de sitios tan lejanos como Quintanar de la Sierra, en la espesura sin sol y esquivando profundas torcas y los afilados riscos del lapiaz, abatían y despedazaban las hayas jóvenes con hacha o con tronzadores: unos cortaban y otros acarreaban al hombro las cargas, era aquello una febril actividad sin precedentes en Gurdieta. El jornal no era mucho, 12 pesetas la hora, pero en aquellos tiempos de escasez era un buen soporte económico para unos hombres que, tras haber concluido las labores campesinas del verano, subían al monte en los meses restantes, y permanecían en él de lunes a sábado.
Según cuenta Manuel Hierro, para alojar a los leñadores, uno de los empresarios del monte, Lorenzo Odriozola, a lo que se ve bien dotado para la carpintería, fabricó una cabaña en pleno bosque, cerca del cable. Era una cabaña de madera, con una estufa en medio, y los leñadores “dormíamos todos en ella, en literas; igual éramos diez o doce durmiendo en la cabaña”.
Para su intendencia, cada lunes subían una oveja. Y así, “la comida casi siempre era la misma: garbanzos y oveja con tomate”, que se encargaba de guisar “José, uno de Relloso”. Y como la oveja había de conservarse durante toda la semana, los leñadores encontraron un frigorífico natural cercano: la Cueva de Lodares, que es una sima de poca profundidad, a cuyo fondo descendían con una escalera para depositar la res. El agua en un principio “se subía en garrafones”, pero casi al final de esta odisea maderera se construyó un depósito de cemento para almacenar el agua de lluvia.
Echada la noche, tras cenar a la luz de los candiles de carburo, los leñadores caían rendidos en sus literas, sin importarles el aullido de los lobos ni el siniestro canto de las aves nocturnas. Soñaban con la llegada del sábado, que es cuando, sucios y con luengas barbas, bajaban a sus respectivos pueblos.
Los hombres de musgo de Gurdieta abandonaron el bosque y colgaron las hachas tras un traumático “cierre patronal” de la empresa propietaria del monte, ocasionado porque, en un determinado momento, la papelera de Aranguren decidió que la madera de aquel monte ya no era de su interés. Hoy, como testigos de aquella actividad, quedan ocultos entre la hojarasca de las hayas el depósito del agua, el cable con el que se arrastraba la madera y algunos restos del artefacto al pie del precipicio. El foso de la lobera, con más de medio siglo de inactividad, guarda también la memoria de aquellos hombres compañeros de los lobos.
Burgos, 19 de febrero de 2003
Ya no resuena en el bosque el ruido de las hachas, ni en el pozo de la lobera caen lobos acorralados sin piedad por las batidas. Ya no hay leñadores, ya no hay lobos, pero una parte de la memoria de Gurdieta pervive entre los hombres que trabajaron en este monte encantado.
Los Basarrate de Mercadillo, una tradición ferrona
Siguiendo la huella de aquellos hombres del bosque llegamos a la estación de tren de Mercadillo de Mena, donde vive la familia Basarrate, en cuyo archivo familiar se encuentran inestimables testimonios de la actividad maderera en el Monte Gurdieta. Portavoz de esta emprendedora familia es ahora Prudencio Basarrate, único varón vivo de los cuatro hermanos que fueron. A sus 87 años, con una privilegiada memoria, este menés es un hito fundamental para conocer las explotaciones habidas en dicho monte, pues no en vano él y su familia trabajaron durante años en él extrayendo madera.
Sus explicaciones nos llevan en primer lugar a la actividad primigenia de la familia: “Mi padre trabajó en la ferrería de Ahedillo, muy poco, porque él tenía en la cabeza que quería ser herrero, por ahí si estuvo un par de años en ella. En la ferrería hacían picachones, rastrillos, azadas... Pero aquella ferrería se quemó hacia 1900, como se quemaban todas las ferrerías”.
Después de cesar en su actividad ferrona, el patriarca de los Basarrate montó su taller de herrería en Mercadillo, y en este lugar, compaginando su servicio en la estación del tren de La Robla, inició una saga de herreros que no se apagó hasta tiempo muy reciente. Pero los Basarrate tenían, además, dotes de artistas, y fue por ello que, entre forja y forja y desde principios de los años veinte, se dedicaron a tallar primorosamente la madera, actividad en la que perseveraron hasta prácticamente nuestros días, de ahí que su casa sea ahora un auténtico museo de escultura de este noble material. Un museo, todo sea dicho, merecedor de ser rescatado para la contemplación pública.
Los hermanos Basarrate eran, pues, buenos conocedores de la madera. Por eso no debe extrañar que en los años que siguieron a la Gran Guerra, al no tener suficiente hierro para trabajar en su herrería, decidieran cambiar la actividad de la fragua por la de la carpintería. Así, los montes de Angulo y Gurdieta fueron su salvación en aquellos momentos de escasez.
Remos con madera de Burgos para la “flota” vizcaína
Una de las actividades laborales en las que se distinguieron los Basarrrate fue en la fabricación de remos para la navegación. Hoy puede parecer algo insólito, pero es de justicia recordar que de la espesura del Monte Gurdieta y de las manos de esta familia de meneses salieron grandes cantidades de remos para la flota de Vizcaya.
Los pormenores de la fabricación de estos artilugios marinos los explica así Prudencio Basarrarte: “Hacíamos los remos con madera de haya porque no había de fresno, porque normalmente los remos suelen hacerse con madera de fresno, que es más correoso. Los remos nos los compraba un señor de Portugalete, que también nos compraba cepillos. Nosotros traíamos la madera y los remos los hacíamos aquí en basto; luego había un señor en Bilbao, que había montado una máquina expresamente para hacer remos, que era el que nos compraba toda la producción. Nos les compraba a nosotros en basto y luego él les daba forma. Los remos largos tenían un grosor de 10 centímetros. La pala se medía en pies ingleses, y a medida que bajaban los pies, la pala era más corta”.
No haría falta explicarlo, pero Prudencio necesita recordar, para que se comprenda que toda su producción tenía muy buena salida, que los remos eran entonces, como ahora también, imprescindibles: “Los barcos que se dedican al transporte de viajeros tienen que llevar una dotación de botes con remos; y los barquitos pesqueros todos llevan un bote con remos”.
De Angulo y Gurdieta, salió también la madera para las fábricas de muebles de Valmaseda: la familia Basarrate se lo proporcionaba.
Carbón vegetal por el túnel de Relloso
El carbón vegetal fue otra de las riquezas que se generaron en los Montes de la Peña. Los bosques de Cilieza y Ovilla, poblados de roble, encina y borto, fueron fundamentales para producir el carbón que requerían las diversas ferrerías que funcionaron en el valle de Mena, al menos desde el siglo XVIII. Y por la misma necesidad que las ferrerías menesas, las fundiciones vizcaínas se acercaban también a los Montes de la Peña para surtirse de carbón; que fue así cómo el Monte Gurdieta se convirtió en un importante abastecedor de este combustible para las fábricas de hierro vascongadas. A principios del siglo XX debía ser importante la actividad carbonera en Gurdieta, en las alturas de Relloso y San Miguel de Relloso, como parece manifestarlo el hecho de que fuera abierto en la peña un túnel de más de 60 metros de largo y se construyera un camino para bajar los carros cargados de carbón a la estación de Mercadillo, camino que se conoce ahora como Carretera del Cuatro. Según Prudencio Basarrate, desde la estación a su cargo hubo un momento en el que el combustible era llevado “a la fundición de Santa Águeda, de Alonsótegui”.
Abandonada la producción de carbón vegetal, el túnel siguió teniendo alguna utilidad. Por él, lo mismo pasaban los vecinos de los Rellosos con sus burros, cuando bajaban a la estación de Mercadillo de Mena para coger el tren a Bilbao, que los ganados del valle de Mena cuando subían a pastar en la buena hierba de las alturas de la peña; y por él debía moverse también el estraperlo en los años difíciles que siguieron a nuestra última guerra civil.
Leñadores de Gurdieta
Al “¡madero vaaa!”, voz que acompañó al lanzamiento de las hayas desde el borde de la peña al valle, siguió una explotación mucho más racional, como podrá verse. El primero de los sistemas, por supuesto, era un desastre, porque cuando los troncos chocaban contra el suelo se hacían mil pedazos, y por tanto su madera no podía aprovecharse, como no fuera para el fuego. Según Prudencio, tan arcaico y expeditivo sistema fue puesto a prueba en el otro extremo de la sierra, en la parte de Siones y Cadagua.
A mediados de los años cincuenta del pasado siglo, los hermanos Basarrate, buenos conocedores del monte Gurdieta y de las posibilidades madereras de los Montes de la Peña, fueron consultados por directivos de la papelera de Aranguren, de Zalla, sobre la existencia de madera de haya en estos lugares. Prudencio lo cuenta así: “Una vez me encontré con unos señores de la papelera, y cuando me preguntaron si sabía de madera de haya, yo les dije que ahí arriba [en el Monte Gurdieta] había para recoger quinientos vagones de tren.
–“¿Pero sabe usted lo que es un vagón?” –me dijeron.
Y yo les dije:
–¡hombre, como que pasan todos los días por mi estación!”.
Aquella consulta trascendió en la zona y llegó a oídos de dos personas emprendedoras de Quincoces de Yuso, que inmediatamente compraron el Monte Gurdieta con el fin de explotar su riqueza maderera. Fue así cómo nació la primera explotación intensiva de la madera de este monte. No se prolongó mucho en el tiempo, pues tan solo debió funcionar alrededor de tres o cuatro años, pero su historia merece ser conocida al menos por aquellos que se sumerjan hoy en la espesura del bosque y de pronto se topen con restos arqueológicos a los que, en principio, no se les encuentra explicación.
Dichos restos se encuentran en el mismo borde del impresionante precipicio de la Peña, mirando al pueblecito de Encima Angulo y junto a las ruinas de una antigua lobera. Corresponden a un artefacto o mecanismo instalado por la empresa papelera de Zalla para poder bajar la madera hasta la carretera Trespaderne–Arceniega (BU–550). Al parecer, llegado a un acuerdo entre dicha papelera y los dos propietarios del monte, pronto el “invento” se puso en marcha: la empresa montó el artefacto y se comprometió a comprar toda la madera de haya cortada, y los dueños del bosque se comprometieron, a su vez, a aportar el equipo humano, contratando para ello un puñado de hombres de los pueblos del contorno para trabajar como leñadores y acarreadores.
Para conocer más afondo esta historia contactamos en Quincoces de Yuso con Manuel Hierro, uno de sus protagonistas. Manuel fue uno de los hombres del bosque, y conoce por ello los pormenores de la aventura maderera en Gurdieta. Recuerda que la primera tarea que tuvieron que desarrollar fue la de abrir caminos, dado que el monte era prácticamente impenetrable. Aquello era una selva y ni los leñadores, ni mucho menos el tractor que habría de subirles todos los lunes, podían acceder a ella. De pronto, las explosiones de la dinamita hicieron temblar el bosque y a todo bicho viviente que en él habitaba: “Empezamos a tirar tacos de dinamita para hacer caminos, para subir a las hayas y para subir nosotros con el tractor a trabajar. El camino venía desde la carretera de Relloso, desde Puente Nuevo”.
Fue entonces, en aquellos trabajos, cuando una de las paredes de la Lobera de San Miguel desapareció: los hombres de la dinamita la derribaron para hacer el camino hasta la cabaña donde se alojaban.
El artefacto, ideado e instalado por Aranguren para bajar la madera, en realidad no era más que un cable de ida y vuelta con varios asientos, sujetos con un gancho, para cargar (algún montañero experto diría que se trataba de una tirolina). Dos caballetes, uno abajo y otro arriba, donde el cable daba la vuelta sobre un volante, eran atendidos por media docena de operarios, tres o cuatro arriba para arrimar y cargar la madera, más uno para atender el freno y dar el grito de “¡vaaa!”, y otros tres abajo para vaciar las cargas.
Cuadrillas de leñadores, algunas venidas de sitios tan lejanos como Quintanar de la Sierra, en la espesura sin sol y esquivando profundas torcas y los afilados riscos del lapiaz, abatían y despedazaban las hayas jóvenes con hacha o con tronzadores: unos cortaban y otros acarreaban al hombro las cargas, era aquello una febril actividad sin precedentes en Gurdieta. El jornal no era mucho, 12 pesetas la hora, pero en aquellos tiempos de escasez era un buen soporte económico para unos hombres que, tras haber concluido las labores campesinas del verano, subían al monte en los meses restantes, y permanecían en él de lunes a sábado.
Según cuenta Manuel Hierro, para alojar a los leñadores, uno de los empresarios del monte, Lorenzo Odriozola, a lo que se ve bien dotado para la carpintería, fabricó una cabaña en pleno bosque, cerca del cable. Era una cabaña de madera, con una estufa en medio, y los leñadores “dormíamos todos en ella, en literas; igual éramos diez o doce durmiendo en la cabaña”.
Para su intendencia, cada lunes subían una oveja. Y así, “la comida casi siempre era la misma: garbanzos y oveja con tomate”, que se encargaba de guisar “José, uno de Relloso”. Y como la oveja había de conservarse durante toda la semana, los leñadores encontraron un frigorífico natural cercano: la Cueva de Lodares, que es una sima de poca profundidad, a cuyo fondo descendían con una escalera para depositar la res. El agua en un principio “se subía en garrafones”, pero casi al final de esta odisea maderera se construyó un depósito de cemento para almacenar el agua de lluvia.
Echada la noche, tras cenar a la luz de los candiles de carburo, los leñadores caían rendidos en sus literas, sin importarles el aullido de los lobos ni el siniestro canto de las aves nocturnas. Soñaban con la llegada del sábado, que es cuando, sucios y con luengas barbas, bajaban a sus respectivos pueblos.
Los hombres de musgo de Gurdieta abandonaron el bosque y colgaron las hachas tras un traumático “cierre patronal” de la empresa propietaria del monte, ocasionado porque, en un determinado momento, la papelera de Aranguren decidió que la madera de aquel monte ya no era de su interés. Hoy, como testigos de aquella actividad, quedan ocultos entre la hojarasca de las hayas el depósito del agua, el cable con el que se arrastraba la madera y algunos restos del artefacto al pie del precipicio. El foso de la lobera, con más de medio siglo de inactividad, guarda también la memoria de aquellos hombres compañeros de los lobos.
Burgos, 19 de febrero de 2003
Conocí a Lorenzo Odriozola en 1965, en el que se denominó "Primer campamento intersocial Edelweiss-Gúlmont-GEC". Exploramos por vez primera la Cueva de San Miguel el Viejo, en la Peña Angulo, frente al monte Gurdieta y al otro lado del gran circo geológico, porque Lorenzo Odriozola nos la mostró. Él ya tenía la idea de llevar hasta Quincoces de Yuso las aguas que salían por la boca de San Miguel, y así se hizo un año más tarde. D. Lorenzo tenía entonces el único bar-cafetería de Quincoces y allí nos acogió varias veces durante aquella campaña de exploraciones. Llegando ya al final de nuestra estancia, uno de nuestros compañeros del Gúlmont, Amalio García Sánchez, tuvo un accidente en el campamento instalado cerca de la cueva (se escaldó, preparando la cena) y lo evacuamos en plena noche hasta la carretera. Dos de nosotros, en equipo de avanzadilla, fuimos hasta el pueblo, a pié, y despertamos al médico que sólo nos atendió desde el balcón de su casa, con el consejo de una pomada para aliviar los dolores de Amalio. Lorenzo Odriozola fue hasta la Peña con su Land-Rover, llevó al herido a su casa, le dio cama y comida, y al día siguiente se lo llevó a Bilbao, donde vivía.
ResponderEliminarPedro Plana
Impresionante artículo, gracias por la aportación.
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario
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