Elías Rubio Marcos y su "CAJÓN DE SASTRE"

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miércoles, 8 de julio de 2009

SANTA ENGRACIA, UN FUERTE EN LAS NUBES




Diario 16 Burgos, 24 diciembre 1994


Más arriba de Santa Engracia no hay nada, solo el cielo y el vuelo del buitre. Santa Engracia es, en efecto, reino de los buitres, pero también del viento huracanado, de las nieves y el hielo, que año tras año resquebrajan el roquedo; un lugar de vértigo, inhóspito para el hombre, pero también un bastión natural, estratégico e inexpugnable, cuyo dominio podía permitir, tiempo atrás, cuando la aviación estaba tan solo en la mente de iluminados, controlar el acceso a Castilla por la garganta de Pancorbo.
A finales del siglo XVIII, debajo de Santa Engracia, por lo más hondo y a tiro de cañón, discurría entre la verticalidad de los riscos el Camino Real, la Carretera de Francia, hoy Nacional-1, simplemente. Y nadie, ni los bandoleros que de siempre hicieron sus fechorías en el paso de Pancorbo, se atrevía a hollar el gigantesco peñón. Ni siquiera los belicosos y montaraces hombres del medioevo, moros o cristianos, intentaron subir tan alto para hacer sus castillos, que se quedaron más abajo, en Santa Marta.
¿Cómo, pues, pudo haber alguien tan osado que acometiera la empresa de levantar un fuerte, un complejo militar con alojamiento para miles de hombres en aquel desierto de piedra, sin agua y colgado sobre abismos? Tal ocurrencia debió surgir desde la confortabilidad del despacho de algún estratega militar, que de Santa Engracia quizá solo conocía su situación y por un plano. Hoy, quien escale la montaña de Santa Engracia y contemple los restos arqueológicos que la erosión todavía no ha podido borrar, ha de sentir escalofríos por la hazaña de quienes construyeron lo imposible y la imperiosa necesidad de contactar, siquiera espiritualmente, con sus autores y con quienes sufrieron toda suerte de penalidades en el fuerte y sus fortines accesorios, Morete, Luis, Cruz...


Cronología para unas ruinas

Extrañamente, no se halla incluido todavía Santa Engracia en las rutas turísticas de Burgos, y sin embargo, la contemplación de sus ciclópeas ruinas es toda una lección de Historia de España, sugerente de un tiempo en que, entre otras cosas, importaba cortar el paso al francés y sus revolucionarias ideas, aunque fuera a fuerza de cañonazos.
Hasta 1794 en el alto de Santa Engracia no debía haber vestigio humano alguno, como mucho, pudo haber algún humilde santuario dedicado a la mártir de Caesaraugusta. En dicho año, España entra en guerra con Francia y ve necesario crear una línea de contención en los montes Obarenes, uno de cuyos pasos, el desfiladero de Pancorbo, es elegido por los estrategas de la milicia como lugar idóneo para instalar un fuerte de campaña y obstaculizar desde sus baterías el paso del enemigo. Con el concurso de miles de obreros se construye la fortificación pancorbina, capaz de albergar a más de 4.000 hombres, de la que nada se sabe si llegó a disparar un solo cañonazo en su primera época. Sin estar enteramente acabado y habiendo desembolsado la hacienda pública cantidades millonarias de reales, el fuerte entró en periodo de decadencia, que se vio acentuada con la firma de la paz de Basilea (22 de julio de 1795). Se sabe que a finales de 1797 no quedaba ya ingeniero alguno en la construcción y que esta fue presa del pillaje por parte de los paisanos de la comarca.
Cuando el fuerte debía ser ya una ruina, al cuidado de una pequeña guarnición, lo ocuparon los franceses en su invasión de 1808, que conservaron y consolidaron las defensas existentes. Casi cinco años más tarde (el 15 de junio de 1813), después de volar el castillo de Burgos, el ejército galo, en su retirada, cruza el desfiladero de Pancorbo dejando a su paso una guarnición de 1.000 hombres en Santa Engracia y Santa Marta, la cual sería rendida quince días después al conde de La Bisbal. Al parecer, una batería de cañones instalada en la montaña llamada Peña Roja, situada enfrente de Santa Engracia, debió ser en gran manera culpable de esta rendición.
A partir de la estancia de los franceses en el fuerte se inicia otro periodo de abandono y rapiña, aunque existe constancia de que todavía en 1817 el Gobierno habilita 870 reales para estas defensas, como así se recoge en la imprescindible Memoria histórico facultativa de las fortificaciones y edificios militares de Pancorbo (desde 1794 hasta 1828) que escribió, con todo lujo de detalles, el ingeniero y brigadier Bartolomé Amat, experto en fortificaciones, y de que en 1820 “fue reparado de los deterioros que había sufrido en la Guerra de la Independencia”, como consta en el Diccionario de Pascual Madoz. Finalmente, durante las guerras carlistas fue ocupado por los liberales, quienes “habían formado en Santa Engracia un reducto bien aspillado para evitar un golpe de mano”, siendo en 1823, según se describe en dicho Diccionario “arrasado pacíficamente y ex profeso por los zapadores del ejército de Angulema”. El brigadier Amat es muy descriptivo cuando se refiere a este arrasamiento: “En 23 de abril de 1823 ocuparon a Pancorbo las tropas francesas, y desde luego empezaron a disponer lo necesario para la destrucción de todas las obras existentes. No se trataba ya ahora de la desidia, las aguas, nieves y vientos y el robo más o menos descarado, etc., continuasen siendo, como hasta aquí, los agentes de destrucción; nada de eso; ahora se trataba y se llevó a efecto un desmantelamiento, una destrucción expresa y completa de cuanto todavía existía. No había sido suficiente el tiempo transcurrido desde la paz de Basilea, ni las circunstancias dichas para borrar los magistrales y los relieves de las obras empezadas, era preciso borrarlo todo, como quien dice, y que una completa desolación fuese encargada, como lo fue, al rigor, al sable y quizá al entusiasmo de 700 y más zapadores. Los muchos muros de piedra en seco desaparecieron, rodando las piedras por aquellas pendientes, donde todavía se descubren en parte; de las mamposterías, de la piedra sillar perfectamente sentada se encargaron los zapapicos antes de esparcirle o hacerle rodar por los mismos derrumbaderos; los edificios bien pronto quedaron en albarca o cercanos a los rodapíes de los cimientos; ni una teja, ni u ladrillo entero, ni una astilla de madera se ve en el día en aquellos confusos montones de escombros; la artillería y las balas, bombas y cureñas también fuero rodando por aquellas pendientes: solo se descubren algunos trozos de sillarejos bien sentados, pertenecientes a muros dominantes sobre precipicios y para cuya destrucción habría sido necesario andamios y mucho tiempo para ejecutarla sin peligro.
“Decidida intención de destruir” me decía inocente paisano que me hacía dicha descripción, y todo sucedía a la vista de tropa española y con satisfacción general del país, porque así creía verse libre para siempre de las vejaciones sin número que el tránsito y estancia de la tropa por Pancorbo y la existencia de la guarnición francesa en el castillo les había hecho sufrir, puesto que su dominio moral y físico se hacía sentir en toda la comarca, que se veía obligada a suministros y extorsiones de toda clase”.


En el interior del fuerte

No es precisamente un terreno llano la plataforma donde se construye la fortaleza y sus fortines. Todo lo contrario, el relieve es accidentado, con hondonadas aquí y allá, taludes y escapes rocosos, toda una sucesión de obstáculos que aquella nube de obreros, canteros, carpinteros, herreros, albañiles, caleros, toneleros, etc., al mando de una docena de ingenieros, entre los que hay que destacar, por su mayor estancia en las obras, a Benavides, Hermosilla y Rueda, tuvieron que sortear para construir el complejo militar. Y tampoco la subida de los materiales de construcción, baterías y otros accesorios para la guerra, debió ser un camino de rosas, con tan pronunciadas pendientes rodeando el fuerte y sus fortines.
Hoy, desde este alto balcón de la Bureba, muy a pesar de la meticulosa y ya mencionada labor de destrucción llevada a cabo por las tropas de Angulema, el viajero escalador puede contemplar todavía importantes restos, melancólicas ruinas azotadas por todos los vientos, en donde un día sonaron los cornetines, voces de mando y de dolor y el estrépito de los cañones; gruesos muros de sillares bien labrados, algunos formando puntas de estrella, otros protegiendo los precipicios; paredes arruinadas, alojamientos cuarteleros donde tosieron de frío invierno soldaditos de muchos puntos de España; aljibes derrumbados, enormes cuevas excavadas a punta de barreno en la roca, que sirvieron también de dormitorios, de almacenes de víveres y municiones, de graneros y tahonas... cuevas que a lo lejos son como ojos negros que miran hacia un enemigo hoy inexistente.

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