|
Acacio entre la nieve |
FOTOGRAFÍAS: (Tomadas en 1993).
Lamento el olvido. Lamento que alguien que significó tanto en mi vida haya tardado tanto en llegar a este rincón de personas y personajes notables de Burgos. No entiendo cómo ha podido suceder. Pero como bien dice el refrán, nunca es tarde si la justicia llega y es buena. Traigo hoy aquí, queridos amigos y seguidores de este Cajón de Sastre, a mi inolvidable amigo Acacio Iñiguez, aquel que durante años me llamaba por teléfono, casi todas las noches, desde la soledad de Linares de Bricia, el pueblo al que solo él y sus perros daban vida de continuo; aquel que se introdujo en mi vida y en la de mi familia con tal fuerza que su recuerdo nos perseguirá para siempre. Un día de hace cinco años, ¿tantos ya?, murió como vivió, en soledad, pero en libertad, y yo lamenté no haber estado junto a él en el trance, como lo estuve cuando la nieve quiso sepultar su aldea, su casa y su ganado. Han pasado casi 20 años de aquella nevada y de aquel encierro. Hoy, al visitar Linares siento un profundo vacío por la ausencia de mi amigo.
Sirva el siguiente reportaje Cautivos de la nieve, publicado en Diario 16 Burgos el 7 de marzo de 1993, como mi homenaje a su figura y a su recuerdo.
CAUTIVOS DE LA NIEVE
Las predicciones meteorológicas eran alarmantes ya el viernes 25 por la tarde. Se anunciaban grandes nevadas. El viernes 26 Protección Civil recomendaba todo tipo de precauciones a viajeros y población en general. La cosa parecía seria. En este trance ¿qué sería de Acacio, perdido y olvidado en el pueblecito de Linares de Bricia?, ¿cómo habría de afrontar el temporal en la soledad de esa diminuta aldea burgalesa? ¿Y qué sería de sus vacas diseminadas por el monte, a las que la nieve podría llegar a enterrar? Tenía que hacer algo. Por un lado, apremiaba ayudar a un amigo en apuros, y por otro me seducía la idea de experimentar en carne propia el aislamiento de las gentes de la montaña cuando la crudeza invernal convierte en inhóspito el medio natural en el que se desenvuelven.
Acacio Iñiguez nació hace algo más de 60 años en Rioseco, junto a las ruinas del monasterio cistercienses de Santa María de Rioseco, del valle de Manzanedo. Estudió en los maristas de Burgos, junto al célebre ecologista Félix Rodríguez de la Fuente, con quien vivió inolvidables jornadas de alimañas y rapaces. Buscó más tarde, en su sueño de aventura, lo inencontrable, hasta que halló su particular lugar en el mundo en Linares de Bricia, perdido en lo confines de la provincia de Burgos, en la raya con Cantabria.
Acacio es hoy el único vecino de este pueblo del Ayuntamiento de Barrio de Bricia. Es Presidente de la Junta Vecinal, por lo que puede decirse que es presidente de sí mismo. Pero no está totalmente solo, le acompaña a todos los lados un fiero ejército de perros que pueden devorar a quien ose turbar su paz. El ganado le permite vivir como cualquier otro montañés de la zona.
Viernes 26
Conocí a Acacio hace cuatro años, y en él pensaba cuando, a las 4 de la tarde del viernes 26 de febrero, salí de estampida de Burgos, sin apenas hacer preparativos porque la nieve anunciada podía llegar de un momento a otro y cortar la carretera.
Al llegar a Linares una negra y amenazadora mancha en el cielo se aproximaba por el noroeste. El vendaval se había desatado ya, la arboleda parecía desgajarse toda. Mi amigo salió a recibirme cojeando (tuvo una caída en La lastra), seguido de sus in separables perros. Tenía prisa por ir a buscar una vaca paridera perdida en el monte de Cilleruelo. Por eso, tras indicarme el pórtico de la iglesia para cobijar el coche, se fue con un “ya conoces la casa, instálate”.
|
El pórtico de la iglesia improvisado garaje |
Volvió ya con noche cerrada y sin haber encontrado al animal. Junto a la bien cargada chimenea, me cuenta las señales inequívocas que han venido anunciando el temporal: el fuego que, pese a soplar continuamente con el fuelle ha estado dos días mortecino, el viento gallego, cuya música se escucha en la chimenea, y el paso, días atrás, de bandadas de gansos. Y por si todo ello fuera poco, el Calendario Zaragozano. Firmamento para toda España, colgado en un clavo junto a los chorizos, anunciaba: “Luna nueva en piscis; continuará el tiempo borrascoso, con predominio de los vientos de norte y noroeste, ásperos y destemplados, ocasionando nuevos fríos con escarchas y heladas; nevadas en las alturas”. ¡Pues casi matemático!
Acacio tiene los bancos corridos de la chimenea y una de las habitaciones de la primera planta llenos de periódicos, la mayoría con el precinto de plástico sin abrir . Quiere estar bien informado en su aislamiento pero se ha vuelto un escéptico. Pese a ello, no le falta el humor y la sabiduría necesarios para capear las soledades en las largas noches junto al fuego. Esta primera noche, sentado encima de un montón de periódicos, me habla de la dificultad de los troncos para arder y lo buena que es la turba del pantano de Arija. Cuenta cómo, tiempos atrás, las gentes de una amplia zona se abastecían de este combustible para sus cocinas: “Lo cortaban en bloques y se llevaban carros enteros”.
Antes de retirarme a la habitación que mi amigo me había designado, que estaba situada encima de la de los perros, me asomo por el ventanuco de la cocina; en el exterior todo es oscuridad. Por la noche oigo cómo los perros recién nacidos gimen reclamando la leche de la madre.
Sábado 27
Al amanecer del sábado 27 oigo cantar al gallo: “Canta el gallo, entra la nevada”, diría Acacio. En efecto, la nieve se apodera muy pronto del paisaje. Aún no han dado las nueve y los perros ladran como condenados. Acacio ya ha subido leña para todo el día. Sintonizamos el informativo de Radio Nacional y oímos que las carreteras del norte de Burgos están cerradas. Damos, pues, por inaugurado nuestro cautiverio.
En Linares ha quedado también bloqueado un matrimonio mayor de Bilbao que, con sus dos hijos, vinieron a preparar la huerta el fin de semana. También un hombre que vive en Linares cuando no es llamado a navegar en algún barco mercante, al que Acacio llama simplemente “el marino”.
A las 9, 30 desayunamos junto a la chimenea. Tal vez impresionado por la nevada, mi amigo se encuentra esta mañana profundo. Sin otro preámbulo, me pregunta de improviso: Oye, Elías, tú crees que hay más dificultad para subsistir en estos tiempos que en los años que siguieron la guerra?, ¿? Platicamos sobre el tema, pero una vez agotado éste, con un ladear de cabeza, lanza hacia el fuego una de sus frases lapidarias: “Esto, Elías, ha sido monte y monte se volverá”. Luego se pone más práctico y me pone al corriente de la intendencia de Linares: “El martes viene el panadero de Polientes y el tendero de Montejo; el miércoles, el panadero de Ruerrero; el jueves, el pesquero, y el viernes, otra vez el panadero de Polientes, el tendero de Arija y el carnicero de Ruerrero; domingo y lunes, nada”.
Fuera, sigue la tempestad, con truenos, relámpagos y nieve huracanada. Y sigue hablando Acacio, sin dejar de soplar con el fuelle, de los peligros de andar por el campo con este tiempo.
A las 3 de la tarde intentamos ver el telediario, pero el televisor no funciona. El temporal ha debido inutilizar el repetidor de los páramos de Sargentes. Nuestra comida, como siempre junto a la chimenea, es interrumpida por la pareja de Bilbao, que viene a comunicar a sus familiares su aislamiento. Y es que, en el portal de Acacio se encuentra el teléfono público de Linares. El invento de Bell es para el grupo de náufragos una tabla de salvación al que nos aferramos con inmenso alivio; recibimos el sonido de las llamadas siempre con gran alborozo, como un auténtico bálsamo.
|
Los perros no se despegan de Acacio |
A las 5 una capa de 20 centímetros de nieve cubre ya la carretera y calles del pueblo. Imposible mover el coche, de modo que optamos por dar de comer a los perros el pan que, en cantidades industriales, acostumbra a traer el panadero de Cilleruelo. A mi amigo de Linares debe írsele un presupuesto para mantener a tanto can.
Continua la nevada, el vendaval y la tormenta adquieren tintes alarmantes; la luz eléctrica parece querer despedirse, con continuos e intermitentes apagones, Y “si se va la luz -dice mi solitario amigo-, a las 7 en la cama, que con estos temporales lo mejor es que se pase el día cuanto antes y esperar que el siguiente sea mejor”. Por si acaso, ha preparado el candil de aceite.
Pero el día se prolonga y se agota en charlas. Arrimados al fuego de la chimenea, Acacio cuenta que, en otro tiempo, cuando había gente en los pueblos, era obligación de los vecinos “espalar” la nieve de los caminos para acceder la carretera principal, y que “para una urgencia médica o similar, se iba en cuadrillas de seis o siete hombres, abriendo camino por relevos porque es cansado ir siempre el primero, Y a veces, las paredes de nieve eran tan altas que era necesario poner tres pisos de hombres espalando”.
Domingo 28
El concierto de perros vuelve a despertarme el domingo. Al levantarme me asomo por la ventana de la gélida habitación, cuyos cristales la noche ha floreado de hielo. Afuera el panorama es desolador: nieve, cellisca y cierzo no han dejado de azotar los alerones de los tejados. Se ven inmensos neveros y siento pena por las vacas sueltas en el monte. Mi amigo me dice que no sufra por ellas, que buscan refugio en la Cueva del Hayadal o en El Horno, donde se resguardan también los corzos.
Después de echar de comer a los perros abrimos camino con palas para acceder al horno, donde las gallinas y las palomas comen cebada sobre la nieve. Cuando nos asomamos a la carretera, a media mañana, todas las fuerzas de la naturaleza parecen haberse desatado. La nieve alcanza ya el medio metro en la calzada, y hay neveros de más de un metro de altos.
Con gran dificultad, abrimos también sendero para llevar a las tres vacas parideras que tiene Acacio al abrevadero. Los perros que nos siguen se hunden en la nieve y juegan alborozados. “¡Mari! –grita Acacio al pasar junto a la casa del marino-, ¿estás bien?". Y a la tercer llamada, entre toses y débilmente (“anda algo flojo de los bronquios”), responde que sí, que está bien. “No salgas, que hace muy malo”, le recomienda a voces mi amigo.
A la una de la tarde sale el sol. Los perros ladran, han oído algo: ¿será la quitanieves de la Diputación? No, es un tractor con una pala, el tractor de Jesús, el único vecino de Villamediana de Lomas, que abre camino a duras penas para llegar a Valderías; aunque no entiendo para qué, si en este pueblo no debe vivir nadie. Pienso, por ello, que en esta desolación blanca la necesidad de un mínimo contacto humano hasta ese punto se hace imperiosa.
Aprovechando el soleado respiro, uncimos el carro y lo cargamos de hierba para subirlo a las vacas que están en el monte. Labor ardua entre la nieve. Al llegar al lejano comedero, mi amigo ganadero grita: "¡Bua, bua, bua!”, y al pronto y en tropel se presenta la manada que, hambrienta, se lanza sobre la hierba.
De vuelta a casa y tras cambiarnos la ropa empapada, comemos. Y en esta merecida operación estábamos cuando los perros anuncian en el portal la llegada de alguien. Es Vidal, el único vecino de Santa María de Hito, que ha recorrido los 5 kilómetros que separan su pueblo de Linares, caminando por la nieve, para hablar por teléfono. Vidal y Acacio son buenos amigos y se prestan ayuda en las adversidades. Junto al fuego, estos solterones de enormes manos se ponen a charlar del precio de los chones, de pequeñas grandes cosas de su vida ganadera, mezcladas con historias y chascarrillos de romerías perdidas y cortejos frustrados. Repudio, Lomas, San Martín de Elines, Orbaneja y tantos pueblos saben bien de sus andanzas.
Vidal nos dice que también él predijo la nevada, porque había visto subir y bajar las gansas y eso era una señal inequívoca: “Gansas arriba, buena vida; gansas abajo, pastor de mucho trabajo”. Hablando de todo un poco, el de Santa María cuenta también que “El otro día vino un hombre al pueblo que quiso comprarme la iglesia, y yo le dije que eso no era posible, en primer lugar porque no era mía, y en segundo lugar, porque la hemos arreglado hace muy poco”. La tertulia junto a la lubre de estos dos hombres, duros como rocas, me recuerda escenas de Bendición de la tierra, de Hamsum.
Al fin, a las 8 y media, noche cerrada, Acacio recibe una llamada desde Espinosa de Bricia para comunicarle que ha aparecido allí la vaca perdida, a punto de parir. Por la ventana de la cocina se ven atravesar, horizontales y veloces, los copos de nieve azotados por el viento. La noche se llena de malos presagios: esta noche, en la que, hasta no hace tanto, las gentes de estos pueblos cantaban las “marzas”. Pero ya no hay nadie para entonar el “marzo, florido, seas bienvenido, seas bienvenido...”. Antes de acostarnos Acacio exhibe una vez más su sabiduría: “Cuando la vaca se tira a muerte a comer, el tiempo continuará malo”.
|
Llevamos la hierba a las vacas que están en el monte |
Lunes
El lunes, primer día de marzo, amanece con los desaforados ladridos de los perros, y me pregunto una vez más que es lo que les espanta, si el merodeo de algún zorro o la presencia cercana del lobo. De todo hay en los montes de Bricia. La visón fuera de casa es impresionante. Del plomizo cielo cae la nieve suavemente y va acumulándose de forma alarmante. A las 9 oigo con Acacio la radio, el parte dice que hay ya 600 pueblos incomunicados. ¿Habrán contado el nuestro?
Embutido en altas botas de goma me abro camino hasta La lastra con dos perros, uno de ellos de aspecto zorruno que parece encariñado conmigo, quizá porque es un recién llegado y la jauría no le acepta todavía. Me sigue a todas partes. Yo le llamo Nieve.
El espectáculo en La Lastra es de indescriptible belleza, ahora que el sol asoma tímidamente. Los muros, cubos y arcos arruinados del viejo conjunto palaciego emergen entre la nieve como ocres espectros del pasado. El abrevadero poligonal en el exterior está totalmente helado. Acacio ya me había puesto en antecedentes de la historia de este edificio, el más antiguo de la zona, cuyos orígenes, según él, se remontan a 1002. La ermita adosada, dedicada a San Pedro, fue panteón familiar de los señores de La Lastra. Luego, “cuando prohibieron enterrar en las iglesias”, se convirtió en oratorio público. Es la versión de mi amigo.
De vuelta a Linares doy de comer a perros y gallinas y acompaño a Acacio al monte para llevar la pitanza al ganado. Hoy nos acompaña Vidal, que ha surgido otra vez del frío para llamar por teléfono. Coinciden ambos en que “lo mayor del temporal ya ha pasado”. Pero a las 3 de la tarde vuelve a nevar y el cielo parece negro por Villamediana.
A las 4 de la tarde veo por primera vez al marino, que se ha levantado para ir a comer con la pareja atrapada en el otro barrio. A estas alturas del cautiverio noto que ya casi hablo como Acacio, con sus expresiones y su tono montañés. También he aprendido a manejar el fuelle moviendo una sola mano.
El viento se encabrita de nuevo y agita con fuerza los árboles. En la chimenea se oye su sonido lastimero, y mi amigo me explica que por el ruido que hace en la chimenea se sabe si sopla el regañón, el cierzo, el solano o el ábrego. Me dice también que el regañón produce sueño. En efecto debe de ser así, pues al poco se ha quedado dormido, inclinado hacia el fuego y con los brazos cruzados. Eso no quita para que mi amigo hubiera murmurado antes: “Desnieve de cierzo, nevada de tieso”.
A las 5 y media suena el bendito teléfono. Me llaman del periódico, ofreciéndose venir a rescatarme.
Al caer la tarde he intentado llegar por la oculta carretera hasta Valderías, pero me ha resultado imposible, la cellisca y el fuerte viento me impiden caminar y ver. Vuelvo a casa, pero antes paso por la iglesia, en cuyo pórtico yace enterrado bajo la nieve mi coche. Casi enterrado también, veo un impreso de la Junta Vecinal que se debió desprender del tablón de anuncios; es un oficio del oficial mayor de la recaudación de tributos sobre bienes inmuebles de naturaleza rústica. Totalmente empapado, sujeto el papel al tablón con una chincheta. Pagar tributos en esta desolación parece algo fuerte.
Cenamos escuchando el viento y mirando absortos por la ventana. La luz viene y se va. El parte de las 9 de la noche dice que ha mejorado algo la situación. Aquí no.
|
Nos hundimos en la nieve |
Martes 1
A las 3 de la madrugada del martes oí al gallo cantar y a los perros ladrar. A las 7 me levanto, y me preocupo, al constatar que, lejos de mejorar, la situación ha empeorado y la nieve ha levantado auténticas montañas. En casa el frío es terrible. Hoy enciendo yo el fuego.
A las 8, 45 llamo a Protección Civil. Explico la situación y como respuesta me dicen que tienen las máquinas bloqueadas y solo pueden resolver las urgencias por enfermedad. El tiempo ha empeorado y no hay ninguna esperanza de que vayan a abrir la carretera. Esta zona, me dicen, pertenece a Cantabria.
Las provisiones escasean y sigue nevando. Dejamos el puchero de barro al fuego con patatas y un pedazo de chorizo y salimos a ver la carretera, mi carcelera, mi obsesión a estas alturas de encierro. Hoy no podrá venir el panadero.
Acacio mira por la ventana. La nieve que se acumula en los tejados amenaza con derribarlos. “Esto se pone en movimiento”, exclama eufórico. Le pregunto que por qué y contesta que los perros corren y juegan en la nieve por las callejuelas. ¡Vaya un movimiento!, le respondo.
Las tareas diarias se suceden con desesperante monotonía en tan duras condiciones. En la tarde, camino solo y con gran esfuerzo hasta el cruce de Valderías. En la carretera que baja al pueblo no hay pisadas ni rodada alguna, solo un manto inmaculado que el sol dora con sus últimos rayos. Ni una huella de raposo, conejo o ave, nada. El pueblo, en el hondo, guarda profundo silencio, sin gente, sin humo. Al fondo, brillan las lomas nevadas. El escenario es indiscriptiblemente bello.
Junto al fuego, agotado por la caminata, escucho con Acacio las noticias de las 7. Se debate a estas horas en el Parlamento el paro y la situación política del país. Y las palabras de unos y otro parece que carezcan de sentido en este lugar en el que la supervivencia está en lucha constante con el medio natural. Lo que realmente me importa es la longitud de la noche que se acerca, la monotonía del día que viene (“Matar un día para que venga otro”), como bien dice mi sabio amigo, la triste desolación que me rodea. Para colmo, no tengo ni un maldito cigarro, ni a nadie a quien pedirlo.
Antes de acostarme llamo al panadero de Ruerrero y al bar de San Martín de Elines, donde me dicen que por allí la carretera está libre hasta Escalada y que la N-623 está también transitable. En la cama, harto ya de perros, vacas y nieve, decido que al día siguiente caminaré sobre la nieve los 7 kilómetros que me separan de San Martín. La decisión tomada me hace sentir inquieto y paso la noche agitado. Quiero salir de este infierno blanco que me tiene atrapado.
Miércoles 2
Me levanto a las 7, aún es noche cerrada. El silencio es absoluto dentro y fuera de la casa. Ni siquiera los perros sienten mis sigilosas pisadas. Enciendo el fuego y me entretengo hasta el amanecer accionando el fuelle, que ya manejo con soltura.
Media hora después amanece. El cielo está despejado. No ha nevada esta noche, pero tampoco ha deshelado y el vanizo de enfrente tiene la misma carga de nieve que ayer. La visión desde esta ventana y de ese vanizo nevado es una imagen que tardaré en olvidar.
Poco a poco el cielo vuelve a cubrirse, amenazando nuevas nieves. Pienso en Acacio, en cómo se las arreglará solo para llevar la hierba a las vacas, pero me tranquilizo porque hace más de doce años que vive en soledad y no es la primera vez que tiene que sortear temporales como el presente.
A las 8, 45 Acacio me despide dándome pan y chorizo para el viaje. Luis, uno de los jóvenes atrapados, no quiere unirse a mí, prefiere esperar el deshielo. Mi amigo y su jauría me acompañan unos metros por la carretera nevada. Cuando me dejan solo, se espesa el silencio. De forma esporádica se oye el trepidar del pájaro carpintero, es la voz que sale de la espesura del robledal.
Al llegar al cruce de Valderías veo a lo lejos el eremitorio de San Miguel de Presillas y no puedo por menos que preguntarme cómo, en emergencias de este tipo, pudieron sobrevivir los monjes mozárabes que excavaron tan singular iglesia en la roca.
Llego a Presillas, el último pueblo de la provincia de Burgos, o el primero, según se mire. La quietud es total. Ni una pisada, otra vez la nada. El manto blanco, espeso e inmaculado, hace su trabajo de sepulturero. A la resquebrajada casa-torre del barrio de abajo la nevada no le habrá favorecido mucho. He gritado al sobrepasar el pueblo ¡Presillasss! Y me ha contestado, milagrosamente, el canto de un jilguero.
A Santa María de Hito, ya en Cantabria, ha llegado la quitanieves del Ayuntamiento de Polientes. Rara solidaridad, que habiendo podido proseguir cinco kilómetros más para desbloquear los pueblos cercanos, se frena en seco ante las barreras político administrativas ¡ni un centímetro más de su jurisdicción, faltaría más!
En Santa María sólo vive un vecino, Vidal, al que devuelvo sus visitas a Linares. Me cuenta que en La Serna, un caserío cercano situado a 1200 metros de altitud, todavía queda una persona sola y aislada, sin teléfono y sin pan.
Alas 10, 30 termina mi viaje y mi aventura. Mi hermano mayor me espera con su coche en la carretera limpia, cerca de la Cueva de las Brujas.