FOTOGRAFÍAS: Bosque de Muniellos. El cajoneiro de Meiroas (julio de 1996)
En estos
días que las llamas salen por el ojo de la televisión, invaden nuestros hogares
y nos angustian, he oído y sentido nombres del pasado que tenía archivados en ese rincón
de la memoria que cada uno reservamos para no perder la vida vivida. Este
regreso al pasado me ha llevado a días y momentos inolvidables del otro siglo,
Muniellos, Ancares, Piornedo..., nombres que ahora arden y resuenan por el
fuego criminal. (¡Odiosos pirómanos! ¿Habrá peor crimen que reducir a cenizas
un bosque?). Y al escucharlos, no puedo evitar emocionarme. Siento cercanos los
lejanos días por aquellas tierras asturianas y gallegas, la visita a Muniellos
(hoy cercado por las llamas), la complicada búsqueda de un buhonero por los
montes perdidos de Orense, ahora también ardiendo... Hoy, que con tanta frecuencia
suelo sumergirme en la espesura de nuestro Monte Hijedo, no puedo por menos que
encontrar, por su enorme importancia patrimonial, paralelismos entre las dos
gigantescas manchas forestales. Y tiemblo al pensar que algún día pueda
suceder lo peor.
Todo se ha
aliado para avivar los rescoldos que dormitaban aquí dentro (me toco el
corazón). Lo que a continuación sigue, queridos amigos de este Cajón de Sastre,
es parte de un reportaje que vio la luz en Diario 16 Burgos en agosto de
1996. Sirva como homenaje a quienes han sufrido hoy, en sus pueblos y aldeas, el
asedio y efectos terribles de las llamas.
[...] “Este
cronista y viajero ha tenido la oportunidad y el gozo de haber conversado con gentes de
oficios del pasado, tan viejos y variados como resineros, bataneros, herreros,
boineros, molineros, caleros, yeseros, salineros, serenos de chuzo, maquinistas
de vapor, pescaderos fluviales de barca y red, sederos... y más. Pero en esa
relación faltaba uno que siempre rondó por mi cabeza: ¡el buhonero! Y había de
ser un buhonero que hubiera operado en la provincia de Burgos, lo cual no hacía
sencilla la búsqueda. Para empezar,
había que ir a Galicia, centro emisor del oficio.
Tenía, no
obstante, parte del camino andado. Hace dos años encontré en una plaza de
Burgos a un afilador orensano con su chiflo de la lluvia y su bicicleta y
piedra de afilar. Conversé con él, le pregunté si sabía de la existencia en su
tierra de algún buhonero (o como quiera que se llamara) que hubiera bajado con
su cajón hasta Burgos. Su respuesta no pudo ser más esperanzadora: “En el
Concello de Esgos deben vivir varios”. ¿Esgos?, dije. Lo conozco, hace una
quincena de años visité este municipio y su antiquísimo Monasterio de San Pedro
de Rocas, excavado en una pared de granito.
Que fue así
cómo pude iniciar mis pesquisas en la tierra de los afiladores y cajoneiros.
Tracé un plan de viaje turístico con la familia por el interior de Galicia, por
las honduras desconocidas de este país. De paso, cumpliría también un viejo
sueño, aprovecharía para visitar el mítico bosque de Muniellos [estos días amenazado]. Transcribo ecos de aquel artículo:
MUNIELLOS
[...] “Saber
que solo veinte personas pueden visitar diariamente el bosque de Muniellos es
una circunstancia gozosa que me animó sobremanera. Solo 16 personas más,
perdidas quién sabe dónde, por la inmensidad de aquella mancha verde, dicen que
poblada de osos, compartiendo con nosotros la maravilla natural, se me antojaba
como algo increíble, fantástico. Era el momento de recordar y agradecer a
nuestro paisano Félix Rodríguez de la Fuente, que en los años setenta denunció
con fuerza los estragos que las empresas madereras estaban llevando a cabo en
Muniellos, consiguiendo que aquello se frenase”.
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En la profundidad de Muniellos |
EL CAJONEIRO DE MEIROAS
Pero
situémonos ya en Esgos. Pasemos por alto la circunstancias que rodearon nuestra
visita a lugares que, por sí mismos, podrían ser objeto de detenido homenaje.
Celanova y su grandioso barroco gallego, la Ribera Sagrada del Sil (hace no más
de diez años solo conocida con ese nombre por archiveros catedralicios y hoy
elevada a los altares de las rutas turísticas gallegas), o el monasterio de San
Pedro de Rocas, refugio de la Ciudad de los Muchachos del padre Silva, lugares
todos imbuidos de la magia galaica.
[...]
“Buhoneros, buhoneros... aquí hubo muchos. Y aquí fue también famoso el Hombre
de Unto”. Así nos habló a primera hora de una mañana sofocante un anciano que
estaba sentado en la tienda del pueblo esperando su turno (siempre lamentaré
que aquella conversación derivara por otros derroteros y que no se prolongara para poder saber más
de aquel misterioso Hombre de Unto). El
viejo, al conocer nuestra procedencia e intenciones, nos remitió a una paisana,
a una mujer de Burgos que fue maestra en Esgos, ya jubilada, quien, según él,
habría de ponernos sobre la pista de algún buhonero. Felicidad es su nombre, y
vive en un precioso chalet rodeado de hortensias. Se alegró mucho de poder
charlar con paisanos, pero de buhoneros, nada.
Continuamos
indagando en el bar. Los parroquianos no entendían por buhoneros, pero al
mencionarles lo del cajón a la espalda, al pronto dieron pelos y señales de un
buen número de personas de la zona que se dedicaron a este oficio y de las aldeas
cercanas a Esgos donde vivían. Definitivamente, estábamos, por fin, en la
tierra de los buhoneros. Y por considerar que era más hablador y más enamorado
de su profesión, los tempranos parroquianos del bar nos remitieron a Manuel
Pequeño, un vecino de una aldea llamada Meiroas, situada a unos cinco
kilómetros de Esgos. También nos advirtieron de que estaba muy sordo.
Bueno, pues
ya teníamos un buhonero, o como quiera que se llamara el oficio del cajón en
aquellas tierras. Nos encontrábamos en el corazón de la verde y sofocante
Orense, donde las aldeas son tan numerosas que apenas dos kilómetros separan
una de otra y donde el laberinto de caminos es tan intrincado que invita a ir
sembrando garbanzos para la vuelta.
[...] Aldea
de Meiroas, 13 horas del 10 de julio de 1996. Apretaba sin compasión un sol
abrasador cuando nuestra entrada en la Plaza mayor fue observada por varias
personas que estaban refugiadas en las sombras que el sol caído a plomo
permitía. A una de ellas, una anciana diminuta con gafas redondas y cara
bonachona (parecía salida de un cuento de Navidad), pregunté dónde vivía Manuel
Pequeño. “Ahí le tiene usted”, dijo señalando a un hombre que estaba sentado en
una pequeña terraza y que observaba con curiosidad la escena. Era él. Era, por fin, “mi buhonero”.
Emocionado, subí las escaleras y pude verle de cerca. Sentado, parecía enorme,
y en la sombra su piel morena parecía negra. Sus facciones me parecieron duras,
pero inspiraban confianza. Algunos pliegues en su curtida cara señalaban una vida
marcada por los vientos y soles de todos los caminos y de todos los
páramos. Le extendí la mano y él me la apretó sonriendo. No oyó mi
presentación, su sordera era aún más acusada de lo que esperaba y esta
circunstancia habría de limitar mi charla con él.
Desde abajo,
la anciana de cara bonachona, que resultó ser la esposa de Manuel, se percató
de las dificultades de entendimiento que teníamos arriba. Subió e hizo de intérprete”: “¡Que dice que es de Burgos y que quiera
hablar contigo de cuando ibas a vender con el cajón a Castilla, para ponerlo en
el periódico”. Y así supimos que fue precisamente esa sordera lo que le retiró
de los caminos a los 57 años. No por su deseo, sino porque los hijos le
obligaron a ello en vista de sus dificultades para entenderse con los clientes.
“Así no se puede andar por los caminos”, le dijeron.
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Sentado en su cajón de los milagros |
RECORRIÓ ESPAÑA, PRIMERO CON EL CAJÓN Y DESPUÉS CON LA RUEDA
De entrada,
Manuel Pequeño, perfecto dominador del castellano (gracias sin duda a los
muchos viajes que hizo a Castilla), aclaró un concepto importante: “Aquí a los
que íbamos con el cajón nos conocían como cajoneiros, como a los que hacían
cordeles les llamaban cordeleiros”. Y al mostrarle mi interés sobre si en sus
viajes había llegado hasta Burgos, no sin cierto orgullo recordó: “Mire, toda
la tierra de España que usted ha
recorrido con el coche, la he recorrido yo a pie, primero con el cajón y luego
con la rueda de afilar. Y a Burgos también iba, sobre todo a la zona del Esgueva...,
por Tórtoloes, Torresandino, Roa de Duero, Aranda... Estépar (aquí parábamos)”.
Pero, le pregunto: ¿Llevaba usted algún plano para saber por dónde ir?: “No,
no, yo llegaba a un pueblo y allí preguntaba por dónde se iba al siguiente que
quería ir, y así me arreglaba. De esa manera, con el cajón cargado a las
costillas, con unas correas, he llegado a pie a Burgos, a Puigcerdá, a La
Bañeza... a toda España. Ahora la gente se cansa de ir en coche, pero nosotros,
los cajoneiros, no nos cansábamos de andar, estábamos acostumbrados”.
Y prosigue
el interrogatorio con la colaboración de Manuela, que es quien transmite las
preguntas al oído de Manuel: “¡Que dice que cuándo empezaste a salir con el
cajón!”: “De muy pequeño, a los once años, trabajando de criado para un amo.
Después me establecí”.
[El cajón] Y
en el cajón, ¿qué llevaba dentro de él?. Ah, pues bisutería, cuchillos,
tijeras, lentes para la vista cansada, bobinas de hilo..., también estampas de
San Blas, de San Antonio, de San Benito, de San Ramón, abogado de las
mujeres.... Cuando en los pueblos me veían llegar, las mujeres decían: “¡Ha
venido el estampeiro, ha venido el estampeiro!. Había mucha costumbre de
comprar estampas”. ¿Y pesaba mucho el cajón?: “Bastante, era de nogal y cargado
pesaba sobre sesenta kilos. Sí, sí era pesado, pero también era una comodidad,
porque cuando tenías que hablar con un paisano, nos sentábamos en él”.
[Los viajes]
¿Cuánto tiempo estaba fuera de casa?: “Pues... sobre dos o tres meses. Marchábamos cuando en el pueblo no había
faenas que hacer y volvíamos cuando ya era necesario trabajar en el campo”.
[Manuela]
¿Qué hacía mientras tanto la esposa del cajoneiro ausente?: “Esperar con los
hijos a que volviera Manueliño (responde ella con resignación), y esperar
también a recibir alguna carta suya. Luego, cuando regresaba a casa me contaba
las cosas que había visto y oido”.
¡Manuel!,
grité al oído del cajoneriro. ¿Era aburrido caminar solo por los caminos y
atajos? “A veces sí, aunque durante mucho tiempo me acompañaba la radio, que es
lo que debió dejarme sordo, y eso que solo escuchaba los “partes”. Otras veces,
por Castilla, solía coincidir con arrieros que iban con reatas de mulas y el
viaje se hacía entretenido. Por las noches jugábamos en las fondas a las cartas
con los amigos... Me querían mucho por Castilla”.
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Con su rueda de afilar viajó por Castilla |
UN CEMENTERIO DE RUEDAS DE AFILAR
Agotados por
el esfuerzo para entendernos, agradecí que el matrimonio nos condujera a un
cobertizo separado de la casa donde,
para sorpresa y gozo de todos, pudimos ver un apilamiento de ruedas y bicicletas de
afilar de diferentes épocas. La más antigua, una joya de madera de una sola
rueda, de esas que se exhiben ahora en los museos etnográficos gallegos y que
por no tener pedales había de ser arrastrada con las manos. Aquello era, sin
duda, un cementerio de ruedas de afilar. Y todas las condujo alguna vez Manuel,
y todas con su historia. Porque después de cajoneiro Manuel pasó a ejercer de
afiladeiro, y los viajes se repitieron, de igual manera y por los mismos
caminos.
Hoy, a sus
77 años, recuerda Manuel con alegría aquella vida buhonera, y junto a un hórreo
de su propiedad hizo para nosotros su penúltima demostración, tocó la chifla,
hizo rodar la piedra afiladora y se sentó a continuación, como tantas veces lo
había hecho, en el cajón que durante años fue su compañero de viaje.
Aquello fue
el final. Dejamos allá, en aquella recóndita aldea orensana de la que nunca antes habíamos oído hablar,
a unos amigos que ya nunca podremos olvidar.